Nazar, el poder devora a sus criaturas

Por: Luis Hernández Navarro

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En enero de 2012, la maestra Teresa Franco, abstemia, se bebió un caballito de tequila, para celebrar la muerte de Miguel Nazar Haro, el policía que la torturó en el Campo Militar Número 1, en 1974, dos o tres veces al día durante semanas. En el cuarto donde la interrogaban había música a todo volumen, un colchón con sangre y un soldado en la puerta. Siempre llegó allí caminando, pero nunca pudo salir a pie porque el dolor la hacía perder el conocimiento. No lloraba ni hablaba. Sólo pedía en silencio: “Dios mío, no prolongues mi agonía”.

Nazar –platica la maestra– se jactaba de ser de los mejores torturadores, mejor que los argentinos y chilenos. “Era su orgullo. Se sentía grande torturando. No hubo otro como él. Era muy sanguinario. Sólo una mente diabólica podía hacer lo que él. Cuando te interrogaba y se preparaba para torturarte, pasaba de amable a maquiavélico. En tono cortés te decía: ‘¿tú crees que me gusta hacerte esto?’”

Así que, al enterarse del fallecimiento del policía, Teresa, quien transportó a Lucio Cabañas en diversos recorridos por el país, dijo a su marido, el también profesor Vicente Estrada: “¡Voy a brindar para que este ser diabólico se vaya al más recóndito lugar de los infiernos!”

El testimonio de la maestra Franco sobre el papel de torturador del director (entre 1978 y 1982) de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS), coincide con declaraciones de muchas víctimas suyas. Sin embargo, entrevistado en distintas ocasiones por el reportero de La Jornada Gustavo Castillo, el agente de contrainteligencia negó las acusaciones en su contra. Los responsables, según él, siempre fueron otros.

Las conversaciones sostenidas entre el periodista y el policía, de febrero de 2003 a diciembre de 2011, son la materia prima con que Castillo escribió el libro El tigre Nazar: “Había que ser fanático como ellos”, recientemente publicado. La obra es una relevante pieza para armar el rompecabezas de la guerra sucia en México. No porque el agente diga la verdad. ¡Faltaba más! Sino porque, al confrontar el reportero al creador del grupo paramilitar Brigada Blanca con archivos y documentos oficiales, sus respuestas terminan dibujando un autoretrato que parece extraído de los grabados Los desastres de la muerte, de Francisco de Goya.

Es así como, al mostrarle Gustavo a su entrevistado una foto que se encuentra en el Archivo General de la Nación (AGN), en la que aparece el coronel Salvador Rangel (al que Nazar llama padrino) y otros personajes, el agente exclama: “¿Y todo eso está en el AGN? ¡Qué pendejos fuimos! Nunca debimos tener archivos. Debimos quemarlo todo, ¡carajo! Quién se iba a imaginar”.

Aunque a lo largo del libro Nazar Haro se envuelve una y otra vez en los ropajes del nacionalismo, en realidad fue un soldado de la cruzada planetaria anticomunista impulsada por el Tío Sam. Estuvo en Washington en la Escuela Internacional de Policía, filial de la CIA; tomó un curso con la FBI y fue entrenado en lucha antiguerrillera en Fort Bragg, la base militar de Carolina del Norte. “Aprendí cómo combatirlos, infiltrarlos, interrogarlos y obligarlos a que delataran al siguiente compañero”, cuenta a Castillo. Reconoce: “Había intercambio de información con la CIA desde el alto mando de Gobernación”.

Su misión estaba clara. “Los comunistas –afirma– buscaron entrenar jóvenes para causar problemas en México.” Y se regocija narrando cómo chantajea a un embajador gay de Polonia con fotos al lado de su amante en un hotel, o la forma en que sus agentes roban los papeles de identidad de un diplomático ruso que enamoró a una secretaria de Presidencia, y lo declaran loco para expulsarlo del país.

De igual manera en que El Tigre –como se le conocía– niega ser torturador, rechaza que el gobierno desapareciera a rebeldes. “Nadie dio la orden de desaparecer gente –dice–. Lo de los desaparecidos siempre ha sido una táctica de los rojillos. Los guerrilleros no se dejaban agarrar tan fácil, había enfrentamientos, caían muertos y, al tratar de identificarlos, en muchos casos traían identificaciones falsas. Se les enviaba al Semefo, y como nadie los reclamaba, fueron a dar a la fosa común. Ahí están muchos de los que dicen que fueron desaparecidos. (Además) muchos, por decisión de la familia, se dieron por muertos (o) se fueron a Estados Unidos.”

Sin embargo, él mismo narra lo sucedido con guerrilleros capturados en Oaxaca por el general Joaquín Solano Chagoya (al que considera “un chingón”): la Secretaría de Defensa informa a la de Gobernación sobre la detención. Nazar es enviado a interrogarlos. Al llegar a la sede castrense, el general le dice: “Se fugaron anoche, se me fueron…. pero al otro mundo”.

Sin ambages, justifica: “¡Qué chingaos esperaban! ¡Guerra es guerra, guerrilla es guerra, y en la guerra todo se vale!” Maestro de tango en Estados Unidos, tenía un tigre de Bengala en la DFS, pero no amigos íntimos. Para él: “amigos, todos. Íntimos, ninguno. Como Lord Byron, sentenciaba: “Entre más conozco al hombre más quiero a mi perro”.

Nazar cayó en desgracia en 1982. Fue arrestado en 2004 y estuvo en prisión domiciliaria hasta 2006. La amargura lo fue devorando. “Aquí –le señala a Gustavo– todos son rábanos: rojos por fuera cuando les conviene, y los pelan tantito y se vuelven blancos.”

Como una tragedia griega, explica a Castillo: “¡Se traicionan ellos mismos! ¿Ernesto Zedillo no traicionó a Carlos Salinas? ¡Me acabaron! Estoy vencido, que escriban ellos la historia. No tengo futuro. Termino siendo la vergüenza y el placer. Las dos cosas. El placer para quienes me necesitaron y resolví sus asuntos. Ahora soy su vergüenza. Soy un muerto en vida”.

Para comprender el pasado que nos persigue con toda crudeza y cómo el poder devora a sus criaturas, El Tigre Nazar, de Gustavo Castillo, es un libro imprescindible.

Twitter: @lhan55