Virus Imagen del 'Pithovirus sibericum'. JULIA BARTOLI / CHANTAL ABERGEL / IGS / CNRS / AMU.

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Imagen del ‘Pithovirus sibericum’.
JULIA BARTOLI / CHANTAL ABERGEL / IGS / CNRS / AMU.

La reciente pandemia ha dejado a la gente temerosa. El temor es inevitable, como también lo es la sospecha ante la tos o el estornudo del que va en el asiento de al lado, ya sea en el cine o en el vagón de metro. Aunque haya cesado la alerta sanitaria, vamos a tardar lustros en superar los daños psicológicos del coronavirus. Todo dependerá de nuestra sensibilidad para achicar a los fantasmas del miedo. Borrar la huella no va a ser fácil. Hemos vivido sumidos en una novela distópica en la que se hace difícil pasar página.

En ese plan, el asalto del recuerdo nos lleva hasta la novela Parque Jurásico, donde su autor, Michael Crichton, ideó una trama a partir de un hecho biológico tan original como lo puede ser el rescate del ADN de dinosaurio a partir de la sangre de un mosquito conservado en ámbar durante millones de años. Algo que es científicamente imposible. Porque si en vez de ámbar hubiera sido hielo, Crichton hubiese andado más cerca de la ciencia y también de la realidad, ya que hubiese sido posible rescatar el código genético de la sangre congelada.

Esto es algo que resulta novelesco si atendemos a la pandemia reciente, pues, según parece, el permafrost (la capa de suelo congelada de las regiones polares) se está derritiendo con el calentamiento global y, con ello, está despertando virus zombis que llevaban inactivos desde hace millones de años. Se sabe que el más antiguo es el Pandoravirus, microorganismo infeccioso que pertenece a la familia de virus gigantes y que llega a ser hasta 10 veces más grande que un virus común, pero no tan grande como un primo suyo, el Pithovirus sibericum que, según parece, debido a su tamaño se deja ver con una lupa de aumento.

Hay que recordar el brote de ántrax ocurrido en 2016 en la tundra siberiana que mató a un buen número de renos y que acabó con la vida de un niño
Parece la trama de una película de serie B de esas que filmaba Roger Corman o que bien podría filmar Alex de la Iglesia. Con todo, puestos a ser realistas, hay que recordar el brote de ántrax ocurrido en 2016 en la tundra siberiana que mató a un buen número de renos y que acabó con la vida de un niño. El origen tuvo lugar en el permafrost derretido. Fue cuando, presuntamente, despertaron las antiguas esporas del Bacillus anthracis, cuerpos microscópicos celulares que habían permanecido dormidos en el cadáver congelado de algún reno que hubiese contraído la infección.

No es por ser alarmistas, pero, atendiendo a lo sufrido por el coronavirus, no se pueden descartar nuevas pandemias. Sobre todo si se trata de un virus zombi que revive para asustarnos y pone a prueba nuestro temor cada vez que alguien estornuda cerca y le decimos “Jesús” o “Salud”, y no precisamente se lo decimos por costumbre, sino por una superstición que viene de tiempos remotos; desde la antigua Grecia, cuando el estornudo era la señal de que algo había entrado en el cuerpo y por cada estornudo se nombraba a Zeus.

El cristianismo cambió el nombre a los dioses, pero el temor siguió manteniéndose. Lo demás ya es historia, sustancia de la que está hecho el tiempo cuando el tiempo ha dejado de pertenecernos.