Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se abrazan en el cierre de campaña por la elecciones de 2007, en Buenos Aires. JORGE SAENZ (AP)

El kirchnerismo es hijo de un fracaso. En diciembre de 2001, con la huida en helicóptero del presidente Fernando de la Rúa, se hundía el modelo económico ultraliberal iniciado por Carlos Saúl Menem diez años antes. Cinco presidentes se sucedieron en una semana, la pobreza de disparó y la anarquía amenazó con destruirlo todo. El peronismo, encarnado en Eduardo Duhalde, abrazó la papa caliente. Devaluó la moneda, ajustó la economía y repartió dinero entre los más golpeados. Mientras tanto, una figura desconocida emergía desde el extremo sur de Argentina. El gobernador de la provincia de Santa Cruz, Néstor Kirchner, había forjado un estado provincial fuerte estructurado alrededor de su figura y financiado por las regalías petroleras. Cuando Duhalde debió elegir en 2003 un nombre para terminar de una vez por todas con su enemigo Carlos Menem, se encontró con Kirchner.

El peronismo lo acaparaba todo. Era tan poderoso, que en aquellas elecciones, las primeras tras la crisis del corralito, presentó tres candidatos diferentes que sumaron más del 60% de los votos. Néstor Kirchner quedó segundo, con el 22%. Pero Carlos Menem, el ganador de la primera vuelta, tenía reservada una sorpresa: convencido de la derrota en un desempate, se bajó de la carrera y cedió la presidencia sin competir a ese gobernador patagónico casi desconocido y sin votos. El 25 de mayo de 2003, hace exactamente 20 años, Kirchner juraba como presidente, se mezclaba entre la multitud, recibía un corte en el rostro producto de un golpe fortuito con una cámara de fotos y se proclamaba el timonel de una nueva Argentina. Nacía el kirchnerismo.

El 24 de marzo de 2004, fecha de conmemoración del golpe militar de 1976, Néstor Kirchner hizo descolgar del Colegio Militar el cuadro de unos de sus directores, el dictador Jorge Rafael Videla. Abrazó así la bandera de los derechos humanos, olvidada por el presidente Carlos Menem tras los indultos a los jerarcas de la dictadura, y se ganó el respeto de la izquierda. La dimensión política que tuvo esa estrategia aún perdura: las organizaciones de derechos humanos hicieron suyo el proyecto kirchnerista, celebraron la anulación de las leyes del perdón gestionada por Kirchner y apoyaron sin matices al nuevo presidente. Kirchner había logrado instalarse como el referente de un peronismo de izquierda nostálgico de los años setenta, que había sido víctima de la dictadura primero y de las políticas neoliberales de otro peronismo, el de derecha, representada por Menem. El kirchnerismo ya había logrado el poder fáctico en 2003 y solo un año después tenía también épica y relato.

Es común en la política argentina decir que el peronismo gobierna con viento de cola y la oposición de frente. Kirchner no pudo tener mejores vientos. Heredó de Duhalde una economía que emergía de los escombros con superávit paralelos, una moneda competitiva producto de la devaluación y un incipiente crecimiento. El PIB de Argentina pronto creció al 7% anual, la pobreza pasó del 50% a poco más del 30% y el dinero público fluía en grandes cantidades hacia planes de ayuda a los más pobres. El Gobierno basó su modelo de crecimiento en los incentivos al consumo interno, emisión monetaria para financiar el déficit y una férrea política de desendeudamiento externo. En enero de 2006, el presidente anunciaba la cancelación, en un solo pago y con reservas del Banco Central, de la deuda por 9.800 millones de dólares que Argentina mantenía con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Fuera de las fronteras, la región ya percibía los beneficios de la voracidad China por las materias primas. Kirchner pronto se subió a la ola del progresismo sudamericano, que en una conjunción de fuerzas sin precedentes tenía protagonistas en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Uruguay. Fueron los tiempos del “alca, al carajo” que Hugo Chávez vociferaba en la Cumbre de las América de Mar del Plata, en 2005, aquella que George Bush debió abanador antes de tiempo sin poder imponer su idea de un bloque comercial continental.

Argentina vivía buenos tiempos. El presidente y su esposa, la senadora Cristina Fernández de Kirchner, aseguraron una transición de alcoba que se consumó en las urnas en las generales de 2007 con el doble de los votos obtenidos en 2003. Pero el mundo cambiaba poco a poco. El kirchnerismo perdió en 2008 su primera gran batalla política contra un enemigo poderoso. “La pelea contra el campo”, como se la conoció, fue un intento fallido por aplicar retenciones móviles a las exportaciones de soja. De la derrota parlamentaria, que contó con el voto negativo del vicepresidente, Julio Cobos, emergió un kirchnerismo más confrontativo, con enemigos claros: los grandes medios de comunicación, los grupos económicos concentrados en el sector exportador y los empresarios.

Aquella épica confrontativa aún perdura. Néstor Kirchner murió sorpresivamente en 2010 y su viuda obtuvo la reelección un año después con más del 54% de los votos. El modelo económico ya daba muestras de agotamiento. La inflación crecía mes a mes producto de la financiación del déficit con emisión monetaria, el bum de los commodities se apagaba y el escenario político internacional se volvía cada vez más adverso. Los últimos años del segundo mandato de Cristina Kirchner fueron de resistencia: había que llegar a las elecciones de 2015 con la economía a flote. El Gobierno aplicó un cepo sobre el mercado de divisas, devaluó la moneda, congeló tarifas de servicios públicos y renegoció parte de la deuda externa, mientras dibujaba creativamente los índices de inflación para ocultar la gravedad de la situación. Cristina Kirchner entregó finalmente el poder a un liberal, Mauricio Macri, y desde el llano elaboró el operativo retorno.

En 2019, consciente de sus limitaciones electorales, Kirchner delegó la candidatura del peronismo a Alberto Fernández, el exjefe de ministros de su marido con el que llevaba años de enfrentamiento. Su popularidad declinaba, pero nadie dudaba hace cuatro años de que era ella y solo ella quien debía elegir al representante del movimiento en las urnas. Fernández se convirtió en presidente con ella como vice, en un engendro político que pronto padeció sus pecados de origen y estalló por los aires. Este 25 de mayo, el kirchnerismo celebra su llegada a la Casa Rosada y Fernández ni siquiera está invitado a la fiesta en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada.

Kirchner reclama aún para sí el derecho a ordenar la interna partidaria, pero enfrenta cada vez más voces críticas por el fracaso evidente de su apuesta por Fernández. La vicepresidenta está en una compleja encerrona, obligada a hacer campaña electoral contra un Gobierno que es obra suya y aún integra. En una entrevista reciente, incluso aceptó que pelea por mantener con vida el tercio del electoral que le es totalmente fiel. No es el escenario que ella y su marido imaginaban hace 20 años.