Cuando nos damos un golpe o nos pica un mosquito, podemos observar de primera mano la parte externa de un proceso de inflamación. La zona afectada se pone roja, caliente, nos duele o nos pica y aumenta de tamaño. Si todo va bien, conforme avancen los días, esa zona irá poco a poco recuperando su aspecto normal. Ocurre lo mismo con las inflamaciones que provoca una infección, como en una de garganta, o si sufrimos un esguince en un tobillo: será ahí donde lo notes y no en un hombro. En todos estos casos, vemos y sentimos esa inflamación que está en una zona específica.

Sin embargo, cada vez es más frecuente encontrarse con titulares que alertan de otro tipo de inflamación algo más difícil de entender. Leemos que determinados alimentos o dietas producen inflamación, al igual que lo hacen el estrés o la falta de sueño. Esa inflamación es una inflamación negativa, relacionada con múltiples enfermedades, algo que en principio nos interesaría evitar. Pero ¿está relacionada con la inflamación de cuando sufrimos una lesión, o hablamos de algo distinto? ¿Qué parte del cuerpo es la que se nos inflama, por ejemplo, si dormimos mal de forma continuada?

La respuesta a la primera pregunta es sí. La inflamación es un conjunto de respuestas fisiológicas que tienen los organismos para intentar mantener la estabilidad (la homeostasis), explica Jaime Millán, científico titular del CSIC. Esa estabilidad consiste en mantener ciertas variables como la presión sanguínea, la temperatura o los niveles de glucosa dentro de un rango “aceptable”, algo para lo que tenemos mecanismos autónomos. Sin embargo, cuando esos mecanismos se ven superados y no logran mantener esa regulación, aparece la respuesta inflamatoria, que es principalmente “un mecanismo de protección y defensa”, dice Millán, vicedirector del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBM) de la Universidad Autónoma de Madrid.

El investigador y nutricionista Pedro Carrera-Bastos, coautor de un estudio publicado en la revista Nature sobre la relación de múltiples enfermedades con la inflamación crónica, es claro a este respecto: aunque ahora nos estemos fijando en la parte mala de la inflamación —por ejemplo, cuando se vuelve crónica—, el proceso en sí es indispensable para nuestra supervivencia. “El problema estaría en no poder llevar a cabo un proceso inflamatorio. Si nuestros ancestros no hubieran podido activar una respuesta inflamatoria siempre que fuese necesaria, probablemente estaríamos extintos como especie”, señala.

El problema viene cuando esa inflamación no funciona adecuadamente, no se resuelve una vez solucionado el problema que venía a tratar o cuando, al estar expuestos a estímulos inflamatorios constantes, se alarga en el tiempo. El presidente de la Sociedad Española de Inmunología (SEI), Marcos López Hoyos, habla del control y la regulación como claves en ese paso de la inflamación buena a la mala: “Cuando no está bien controlada —su duración o su magnitud—, la inflamación es exagerada y produce las enfermedades”, resume.

De lo localizado a lo sistémico
Volviendo a la pregunta de qué es exactamente lo que se nos inflama cuando el origen de esa inflamación no es una picadura sino, por ejemplo, estar sometidos a un estrés constante, Jaime Millán, del CBM, explica que las señales inflamatorias locales que envían las células del sistema inmunitario que se encuentran cerca de la picadura (por ejemplo) pueden en otras ocasiones ser inducidas de forma sistémica, en todo el organismo. Esto puede ocurrir por una infección (hablaríamos aquí de una septicemia), pero también “de forma progresiva, pero constante, en respuesta al estrés o los hábitos de vida poco saludables”, señala Millán. En este tipo de inflamación, nuestro cuerpo está permanentemente en estado de alerta, emitiendo señales de peligro y enviando por todo el organismo células inmunitarias como respuesta.

Para entender bien cómo y por qué ocurre esto, sigamos el camino de la inflamación, desde el golpe hasta que tenemos un chichón palpitante. Ante un problema o una amenaza, ¿quién da la voz de alarma? Los principales sensores de esas señales de estrés (infecciones, roturas del tejido, golpes, etcétera) que pueden desencadenar una respuesta inflamatoria son, por un lado, las células del sistema inmunitario que se encuentran en los tejidos, responsables de un tipo de inmunidad más primitiva y denominada innata; y, por otro lado, las neuronas sensoriales, que detectan estímulos externos de varios tipos, elabora Millán. Todas estas células, que han visto de primera mano la amenaza, disparan mediadores inflamatorios que activan al resto de las células necesarias para “orquestar la respuesta inflamatoria”.

Aquí hay un detalle importante: ni estos mediadores ni el resto de las células que son activadas han visto esa amenaza inicial. Es decir, quien ve el problema en cuestión (detecta las moléculas de una bacteria, por ejemplo) emite numerosos mensajes que llegan al resto de la caballería, que se pone en acción. “La activación inicial se amplifica y llega a activar a muchas más células, sobre todo del sistema inmunitario innato”, señala Millán.

De lo agudo a lo crónico
En el ejemplo de la picadura o el golpe, lo habitual es que esa inflamación, además de localizada, sea aguda y transitoria. Es decir, empieza rápido y se resuelve en un periodo de tiempo corto. Cuando no se resuelve, por un problema de descontrol o porque estamos recibiendo esos estímulos inflamatorios de forma constante, la inflamación se cronifica.

Esto puede ocurrir porque esos mensajeros de los que hablábamos antes, mediadores como las citoquinas inflamatorias, también son secretados por células “que se encuentran bajo algún tipo de estrés o de desregulación de su equilibrio natural u homeostasis”, señala el vicedirector del CBM. Como ejemplo, Millán cita los adipocitos llenos de grasa en el tejido adiposo. “Si la capacidad de almacenamiento de grasa de estas células supera cierto umbral, se produce una respuesta al estrés dentro de estas células que desencadena la secreción de citoquinas inflamatorias de forma crónica y no aguda”, explica. “Se activan de forma crónica las células del sistema inmunitario en todo el organismo, como si tuviéramos una infección muy débil pero persistente en el tiempo”.

Esta cronificación acaba por producir enfermedades. Millán aporta otro ejemplo: “Los niveles altos de colesterol, la vida sedentaria, etcétera, hacen que se acumulen lípidos en el interior de las paredes de los vasos sanguíneos. Esto genera la secreción de señales inflamatorias que atraen a células inmunitarias que migran hacia estos lugares de acumulación lipídica como si fuera un foco de infección. Pero, en lugar de hacerlo transitoriamente, lo hacen de forma lenta y constante y se acumulan en el interior del vaso en un proceso que tarda años, contribuyen a formar las placas de ateroma que pueden terminar bloqueando el torrente circulatorio”, explica. Si a esto además se le añade otro foco de emisión crónica de mediadores inflamatorios, esa arterioesclerosis se acelerará, añade. Esos focos pueden ser los adipocitos ya mencionados o, por ejemplo, “una boca en muy mal estado que está llena de bacterias y por tanto siempre inflamada”.

Es de este tipo de inflamación, la crónica, del que hablan todos esos artículos llenos de consejos. “En la actualidad se está dando mucha importancia a la inflamación crónica sistémica de bajo grado”, afirma Carrera-Bastos. Según este nutricionista e investigador, el interés se debe, por un lado, a que este tipo de inflamación no suele producir signos ni síntomas, por lo que pasa en muchos casos desapercibida. Además, esta inflamación crónica provoca atención porque está involucrada en muchísimas enfermedades: “Diabetes tipo II, enfermedad por hígado graso no alcohólico, enfermedad renal crónica, enfermedades cardiovasculares, varios tipos de cáncer, sarcopenia, osteoporosis, osteoartritis, depresión y enfermedades neurodegenerativas”, enumera el experto.

López Hoyos, de la SEI, coincide: “Los inmunólogos lo estamos investigando mucho ahora porque estamos viendo que, cuando se desregula esa parte, se produce esa inflamación patológica que tiene que ver mucho con la enfermedad y que te altera todos los componentes de la respuesta inmunitaria adaptativa que estudiábamos de antes”, indica.

La nutrición en el punto de mira
Teniendo en cuenta que el 50% de las muertes que se producen en el mundo son atribuibles a enfermedades relacionadas con la inflamación, tiene sentido querer hacer todo lo posible por prevenirla o reducirla. Por eso surgen todos esos artículos que colocan a algún alimento casi como antídoto mágico, a menudo con poca base científica. ¿Hay algún alimento que nos pueda salvar de la inflamación crónica? “Antes de preocuparse en saber cuáles son los alimentos, nutrientes, compuestos bioactivos y dietas con capacidad de reducir o resolver la inflamación”, Carrera-Bastos recomienda fijarse en los principales promotores de un estado inflamatorio crónico de bajo grado e intentar actuar ahí en primer lugar: la contaminación, el tabaco, el sueño inadecuado, el estrés psicológico, la inactividad física, la obesidad y una dieta incorrecta.

“En ese sentido, y de acuerdo con varios estudios de intervención y epidemiológicos, las intervenciones no farmacológicas que previenen, reducen o resuelven la inflamación son dejar de fumar, algunas estrategias de control del estrés (como yoga, taichi, meditación o simplemente pasar más tiempo en espacios verdes), sueño adecuado, ejercicio físico, disminución de la grasa corporal (en especial la visceral, que está localizada principalmente en la cavidad abdominal junto a órganos como el hígado y el páncreas) y dieta sana, que aporte todos los nutrientes necesarios”, enumera. Es decir, antes de buscar antinflamatorios, mejor eliminar las fuentes de inflamación.

Después de haber intervenido en estos aspectos del estilo de vida, si se quiere se puede profundizar más en “estrategias nutricionales” específicas. Es decir, más que superalimentos de cualidades cuasimágicas, sería más conveniente centrarse en la alimentación en general. “Hay dietas que favorecen la inflamación y otras que se asocian a una disminución de estos mediadores inflamatorios en los pacientes, de la que por supuesto la dieta mediterránea es el exponente principal”, indica Jaime Millán.

Es en este ámbito, en el de la nutrición, en el que se están centrando numerosas investigaciones sobre la inflamación, explica el científico del CSIC, que confía en que en los próximos años se describan en detalle “las bacterias intestinales a partir de diferentes tipos de alimentos y su efecto sobre el sistema inmunitario. También se conocerá el efecto de las diferentes dietas sobre la composición de la microbiota intestinal”.

Como ejemplo, explica que la dieta rica en alimentos ultraprocesados “altera y disminuye la diversidad de la microbiota”, ya que se trata de alimentos que no necesitan tanto de las bacterias para ser digeridos y absorbidos, por lo que disminuyen los nutrientes disponibles para su supervivencia en el intestino. Esto tiene un efecto proinflamatorio, puesto que “a menor población de bacterias propias y beneficiosas, mayor posibilidad de ser colonizados por bacterias patogénicas que señalizan al sistema inmunitario y producen inflamación”, explica.

En cuanto a los nutrientes que parece que se van perfilando como mejores a la hora de combatir la inflamación, Carrera-Bastos menciona los ácidos grasos omega-3, “que ya han demostrado reducir varios parámetros analíticos de inflamación y mejorar el cuadro clínico de algunas enfermedades inflamatorias crónicas, como es el caso de la artritis reumatoide”. Aun así, antes de lanzarnos a alimentarnos de sardinas, caballa, salmón y jurel, es conveniente recordar su primer consejo: fijarnos en el resto de los promotores inflamatorios e intentar reducirlos si está en nuestra mano (no siempre es así). Las sardinas, al fin y al cabo, no son un elixir que vaya a neutralizar las horas que pasamos sentados o los efectos de vivir continuamente estresados.