Una funcionaria de la Secretaría Técnica tomas las medidas de un niño en la comunidad Punta de Piedra, en el Golfo de Guayaquil.

Alison Soto tiene que andar cada mes, con su niño en brazos, cinco kilómetros desde su casa hasta el centro médico. La travesía implica cruzar la autopista que divide a las poblaciones rurales de Gonzol y Zunag, en la provincia ecuatoriana de Chimborazo. El pequeño Julio tiene un año y medio. Su madre lo lleva religiosamente porque “nació una cosita, así”, cuenta Sotomayor mientras gesticula con las manos, “flaquito”. Al crío le hacen controles periódicos para evitar que pase a las filas de una estadística común entre sus vecinos: la de la desnutrición crónica infantil (DCI).

En Ecuador afecta a tres de cada 10 niños menores de dos años. Es el segundo peor dato de la región –solo por detrás de Guatemala– y combatirla fue una de las promesas de campaña del presidente, Guillermo Lasso, que se ha planteado reducirla en un 6% hasta mayo de 2025. Un objetivo nada sencillo; todas las estrategias –siete desde 2006– han fallado.

Para hacer frente a la tarea, el Gobierno ha creado la Secretaría Técnica Ecuador Crece Sin Desnutrición Infantil (STECSDI) y ha desarrollado un paquete de prestaciones para mujeres embarazadas y niños menores de dos años. Serán sometidos a controles médicos periódicos y recibirán suplementos nutricionales, todas las vacunas pediátricas, servicios de desarrollo infantil, acceso a agua segura y asesoramiento en el cuidado, la higiene, la alimentación y la lactancia. Unicef, que ha participado en el desarrollo de la estrategia, confía en que esta sea la que finalmente consiga reducir unas estadísticas que se han mantenido inmóviles o han empeorado para los menores de dos años.

El trabajo se ha centrado en identificar las causas que están detrás de la DCI, así como por qué los planes pasados han fracasado. En el primer caso, el documento llega a una conclusión tajante: los derechos de los niños no han sido una prioridad para los políticos, ni para los ciudadanos. Erwin Ronquillo, titular de la Secretaría, asegura que es necesario un cambio de perspectiva.

Según el ministro, los datos recabados por una firma privada –no especificó cuál– indican que solo el 2% de la población ecuatoriana entiende que la desnutrición es un problema, y “la mayoría” de esas personas los asocian con una ausencia de comida. “En Ecuador el problema no es la falta de alimentos. Si bien hay una franja de la población que sufre de inseguridad alimentaria, esa no es la razón principal de la desnutrición”, explica.

Ronquillo cree que los planes pasados han fallado por la falta de coordinación entre instituciones y una escasez de información para la población. El ministro asegura que el objetivo es que su plan se convierta en una política de Estado: “Fijamos un horizonte de diez años para las metas a largo plazo”, explica desde su despacho. Ronquillo asegura que la clave para vencer la inestabilidad institucional que caracteriza al país son los ayuntamientos y presume de que su estrategia es la primera en incorporarlos. “La única forma en que podemos lograr esto es trabajando todos juntos, sin banderas políticas”, concluye. Su Secretaría ha desplegado 211 mesas técnicas en ejecutivos locales, para empezar un diagnóstico de la situación de cada uno de ellos.

En Chimborazo, la provincia con el segundo peor dato del país, el trabajo con las comunidades es fundamental. Se trata de uno de los territorios más dispersos y rurales del país, con sus particularidades: “En la provincia mucho tiene que ver con hábitos nutricionales y manejo del agua, tenemos que asegurar que toda sea apta para consumo humano”, explica Ronquillo. El ministro asegura que ya está en marcha un plan para mejorar la calidad del agua en las poblaciones aledañas a Riobamba, la capital de la región. Lejos aún de los municipios del sur como Chunchi, donde vive Alison Soto.

“Creo que podemos decir que nos hemos descuidado un poco con la desnutrición infantil”, admite Ángel Paño, presidente del Gobierno parroquial de Gonzol, mientras sirve un vaso de refresco y galletas. Paño aún no forma parte de alguna de las diez mesas técnicas que la cartera de Ronquillo ha desplegado en la provincia. El trabajo se hace de la mano de los ayuntamientos, más concentrados en las áreas urbanas y en ocasiones desconectados de la realidad de sus zonas rurales. La madre, de 22 años, lo confirma casualmente: “No sé si hay algún programa de asistencia, porque casi nunca voy a Chunchi. Yo siempre estoy aquí y el doctor es el que me dice cómo darle la comida a mi hijo”, cuenta sentada en una de las bancas de la sala de espera del centro médico del sector.

Falta de material y seguimiento exhaustivo
En Gonzol la desnutrición infantil alcanzó el 36% en febrero, muy por encima de la media nacional (27%), según explica Martín Cabarique, uno de los médicos a cargo de la parroquia. “Hay muchos casos de gastroenteritis o simplemente mala alimentación”, explica, mientras señala un mapa de la zona con chinchetas de colores. Cada uno, cuenta, marca la casa de un paciente de riesgo, incluidos los niños que sufren de DCI. “Les entregamos un sobre multivitamínico, pero nunca podrán recuperar las tallas que ya han perdido”, lamenta.

En el edificio blanco, una rareza en medio de potreros vacíos, también trabaja el doctor Richard Medina, que explica que muchas veces es difícil tener una noción real de los datos. “Simplemente, no vienen a las consultas”, se queja. Soto reconoce que este es un problema, pese a que ella lleva sentada desde la madrugada en el centro. “Hay algunos padres que no los traen para hacerles revisar, solo cuando les toca las vacunas nada más”, admite.

Ese es otro de los problemas a los que se enfrenta la cartera de Ronquillo. “Lamentablemente, lo que más nos ha hecho falta para generar política pública es información”, asegura, al explicar otra de las causas por las que los planes han terminado como papel mojado.

En Ecuador es difícil saber cuántos niños sufren de DCI. Los últimos datos son de 2018 y no todas las instituciones los recogen con los mismos criterios. En el país es, incluso, difícil saber cuántos infantes hay. Muchos no están inscritos en el Registro Civil, y se les arrebata el derecho a una identidad.

Este es el primer gran asunto a resolver: será a través de una encuesta que reemplace a la nacional de salud, que se tomó por última vez en 2018, y aborde exclusivamente la DCI. Para esto, el Instituto Nacional de Estadística recibirá una inversión de unos seis millones de dólares a lo largo de cinco años. El primer piloto se lanzó el pasado marzo.

Sin embargo, ese no es el único problema urgente. Cuando Alison recibió el diagnóstico de su hijo –talla baja y una posible anemia– tuvo que ir desde Gonzol hasta la cabecera cantonal de Chunchi para corroborarlo en el laboratorio. Los resultados negaban la posible enfermedad y quienes la atendieron en el hospital central le aseguraron que su hijo estaba bien. “Nos pasa mucho, en otros centros también, que les dicen otra cosa en la central. Nuestro medidor de hemoglobina está descuadrado”, explica Medina, con resignación. Mientras los planes del Gobierno sigan en una etapa de diagnóstico, los médicos rurales seguirán liderando la responsabilidad de cuidar al “pequeño torbellino inquieto” de Soto.