Unidades militares en un control de camino al aeropuerto, este miércoles en Almaty (Kazajistán).

Da igual dónde nazcan, las causas que defiendan, el poder contra el que se alcen. Las revueltas, a menudo, terminan de la misma forma: “Mira, ahí hay sangre”, advierte Serik junto a sus pies, para no pisar el charco. La mancha refulge de un color rojo intenso sobre la tierra, como si fuera vino, parece aún húmeda bajo el sol pálido y frío de invierno que golpea sobre la plaza de la República en Almaty, el corazón de las violentas protestas que han sacudido Kazajistán y han llegado a poner en jaque a este inmenso país de Asia central, sacudiendo a su vez el tablero geopolítico en el patio trasero de Rusia.

“La gente estaba desesperada”, añade el hombre clavando los ojos en la mancha de sangre del suelo. “Arrancó como una protesta pacífica, luego se volvió violenta, comenzaron los choques sangrientos, algunos empezaron a robar…”, va relatando las fases del estallido social que ha dejado decenas de muertos (no hay una cifra contrastable) —y 10.000 detenidos, según datos oficiales del Gobierno kazajo—, la gran mayoría de ellos en Almaty. La revuelta se inició a principios de año, motivada por el alza vertiginosa de los precios del gas licuado de petróleo en este país rico en hidrocarburos, y ha terminado aplastada bajo una contundente respuesta militar, tras la entrada en el país de un contingente de más de 2.000 soldados de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una asociación militar de parte del espacio pos-soviético encabezada por Rusia.

En la zona cero de las protestas, unos operarios reparan adoquines, otros barren las aceras y el silencio de las grandes arterias de estilo soviético, todavía cortadas al tráfico, le confieren al ambiente un extraño aire de domingo. Se oye el trino de los pájaros, pero los restos dejan intuir el decorado de la batalla campal. Se ven decenas de casquillos de bala que recogen, uno a uno, un grupo de voluntarios; cristales y ventanas resquebrajadas; restos de granadas aturdidoras, palos, escudos metálicos chamuscados, coches calcinados, muros de mármol acribillados y decorados con salpicaduras sangrientas. La zona, igual que el resto de la ciudad, parece haberse quedado detenida en una Navidad violenta, con Papás Noel desfigurados y decoración festiva cosida a balazos.

Almaty es una ciudad moderna, la capital histórica (hasta que fue trasladada a Astaná, posteriormente rebautizada como Nursultán) y la urbe más poblada del país, con cerca de dos millones de personas. Se encuentra ubicada en el extremo oriental del país, a un paso de China y desparramada en la falda de unos montes nevados en los que los urbanitas disfrutan, en condiciones normales, de kilómetros de pistas de esquí. En sus calles cuadriculadas y en cuesta vuelve a latir la vida poco a poco. Ha regresado internet, aunque aún funciona a trompicones, y los locales saqueados o agujereados durante los tiroteos reciben la visita de comitivas de funcionarios que toman nota y valoran los desperfectos.

Se ha anunciado que este jueves se reabrirá el aeropuerto de la ciudad, que fue asaltado por manifestantes armados. E incluso el presidente del país, Kasim-Yomart Tokáyev, ha visitado este miércoles Almaty por primera vez desde el inicio de los disturbios, síntoma de que la situación parece definitivamente bajo control. Un día antes, el martes, había anunciado la retirada del contingente militar de la OTSC a partir de este jueves, tras dar su misión por cumplida. “Se desató una guerra terrorista contra el país”, dijo Tokáyev al anunciarlo en un discurso virtual dirigido al Parlamento. “Podríamos haber perdido el país”. El nuevo Ejecutivo de Kazajistán (después de que cayera el anterior en el pico de los disturbios) ha arrancado también este miércoles su mandato con la promesa de “sacar al país de la crisis”.

La vida, en cualquier caso, se recupera de un modo extraño, trenzada con los militares, cuya presencia sigue resultando omnipresente. Hay controles en los accesos principales de Almaty, por el cielo cruzan los helicópteros con un zumbido y en los cruces, de pronto, surgen imágenes propias de una guerra, con tanquetas y vehículos militares blindados de rueda gorda y soldados empuñando sus kaláshnikov. Los uniformados, cuando ven a más de cuatro personas juntas, lanzan un grito para que se disuelva rápidamente la tertulia.

En la ciudad, además, todo el mundo tiene una historia que contar sobre lo ocurrido. En una calle cortada y defendida por varias tanquetas, el joven dependiente de una tienda de música relata cómo el 6 de enero llevó a su madre al aeropuerto de Almaty, que tenía que hacer un viaje, y se encontró a un grupo de soldados malencarados con armas pesadas. Irina Kanabeyskih, una mujer pelirroja de 56 años, que vive en el distrito del aeropuerto, habla de los tiroteos y las carreras en las calles de ahí fuera, señalando a través de la ventana de su cocina. También narra el balazo perdido que recibió una amiga en el hombro, mientras permanecía oculta en su casa. Kanabeyskih tiene también una teoría sobre el estallido de violencia: fue un plan para derrocar al presidente, bien planificado y coordinado, probablemente desde el extranjero, al estilo, dice, de lo sucedido en otros lugares del entorno ruso, como Ucrania y Bielorrusia.

La verdad sobre lo sucedido, en estos momentos, se encuentra enterrada bajo una bola de ruido, alimentada por declaraciones no contrastadas. Tokáyev llegó a afirmar que se había tratado de un asalto perpetrado por “bandidos y terroristas” venidos del extranjero con la intención de subvertir el orden. Los cifró en unos 20.000, un dato que no ha podido ser confirmado de forma independiente. Este miércoles, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), ha lanzado un duro comunicado contra las autoridades kazajas, reclamando que “preserven, protejan y promuevan la libertad de los medios de comunicación en el país”.

Tampoco el dato oficial de muertos (el último fue 164) ha podido ser contrastado, y periodistas locales de MediaZona, un diario digital ruso que nació vinculado al grupo de punk rock femenino Pussy Riot, temen que la cifra pueda ser mucho más alta. Uno de sus reporteros, que se patea las calles estos días escuchando relatos, tampoco ha podido confirmar que hubiera una gran presencia de extranjeros, y mucho menos “terroristas internacionales”. Al contrario, lo que ha reconstruido se parece más a un estallido social que recuerda al de las banlieues parisinas: gente humilde, joven y cabreada, que le dieron un giro de tuerca violento a unas protestas pacíficas, en las que había en un principio numerosos miembros de la oposición.

“No había demandas concretas. Fue una explosión emocional contra la situación general”, interpreta Serik, el profesor de inglés, que sigue junto al charco de sangre. Tiene un rostro ancho de facciones orientales adornado por un blanco bigotillo y suspira, medio en broma, que él también podría haberse sumado a las protestas al principio, cuando aún iban de demandas sociales al Gobierno y no había tomado un cariz sangriento: con la pandemia, cuenta, lleva tiempo sin empleo, y le duele que al final tendrán que pagar las reparaciones entre todos los contribuyentes.

A su espalda, al otro lado de la avenida, se yergue el edificio del Ayuntamiento, cuyos muros blancos se han tornado casi negros por el fuego. Ya es última hora de la tarde, se pone el sol tras las montañas, y numerosos ciudadanos acuden a verlo como si fuera un museo. Dos jóvenes estudiantes, Arujan y Janerke, se hacen fotos con el móvil y creen imposible que los asaltantes fueran kazajos: “Somos un país, y los kazajos no disparan contra los kazajos”. Zere Sabytovna, una empleada de una mina de oro, que acaba de llegar a la ciudad y arrastra una maleta, mira al edificio quemado y dice: “Estoy en shock”. Luego añade: “Nunca temí que fuera a caer el Gobierno. Nuestro presidente es maravilloso”.