Un guarda de seguridad vigila los edificios que albergan la oficina de la OTAN en Moscú, el pasado martes. DIMITAR DILKOFF (AFP)

Un aire como de Guerra Fría sopla por los organismos internacionales en Bruselas tras la expulsión de los últimos espías rusos que se hacían pasar por diplomáticos ante la OTAN. La capital europea de tantas cosas y también del espionaje verá marcharse el 1 de noviembre a los últimos miembros de la Embajada de Rusia ante la Alianza Atlántica, clausurada por Moscú tras la continua purga de sus representantes ―la última, el pasado 6 de octubre― por parte de la Alianza Atlántica. La delegación, según los servicios occidentales de contraespionaje, se había convertido en una plataforma de entrada en Europa de agentes del Kremlin.

La estampida ha sorprendido incluso en una ciudad como Bruselas, muy acostumbrada a que funcionarios, militares, diplomáticos o periodistas no sean siempre lo que dicen sus credenciales. Y en la estrategia de camuflaje urbano, según las fuentes consultadas, pocos superan a los espías llegados del Este que están siendo devueltos a sus cuarteles de invierno por el presidente ruso, Vladímir Putin.

“Los diplomáticos rusos suelen tener una calidad excepcional, con un grado de especialización inusitada porque durante años o décadas se ocupan siempre de una misma tarea”, apunta una fuente diplomática occidental. “Pero siempre que se está con ellos hay que estar en alerta por la posibilidad real de que no sean realmente diplomáticos, sino agentes de los servicios de inteligencia”, señala una fuente diplomática occidental.

Tanto en la OTAN como en las instituciones de la UE las señales de alerta ante la actividad del espionaje ruso arreciaron hace una década, cuando la inteligencia occidental detectó una mayor presencia de agentes en Bruselas y unas prácticas cada vez más invasivas. Las estrategias de defensa pasaron entonces a formar parte de las consignas de seguridad a funcionarios y diplomáticos en la Alianza Atlántica y en la UE.

“En la última etapa, se nos recomendaba incluso que no aceptáramos ninguna invitación personal por parte de la Embajada rusa”, recuerda una fuente diplomática destinada durante varios años en la sede de la OTAN en Bruselas. “Ni un café ni una cerveza porque cualquier cosa que se dijera era susceptible de ser grabada y ser utilizada o manipulada después”, señala esa misma fuente.

Casi todo vale para lograr un dato o una información que al personal inadvertido le puede parecer baladí, pero que a los servicios de inteligencia les puede servir para armar un puzzle sobre los entresijos de los organismos occidentales. “En cierto modo, el espionaje ruso está retomando técnicas de la época de la Guerra Fría”, describe una fuente diplomática.

“Son muy eficaces y tienen una gran habilidad para buscar personas vulnerables y accesibles, no necesariamente en los rangos más altos de la jerarquía de las instituciones”, apunta una fuente europea que ha mantenido numerosos contactos con la Embajada rusa ante la OTAN y con la representación ante la UE.

Y las barreras frente a la diplomacia rusa, según fuentes europeas, no han dejado de crecer a medida que los agentes rusos ampliaban sus técnicas de captación de información para incluir no solo las más sofisticadas (pinchazos de teléfonos o hackeos de aparatos electrónicos) sino también otras mucho más tradicionales como la captación de confidentes o la obtención de documentos o datos aprovechando cualquier descuido de un interlocutor confiado en la etiqueta diplomática.

“Pueden buscar el contacto personal de la forma aparentemente más inocente”, apunta una de las fuentes. “Acercarse a un funcionario que juega con su hijo en un parque para provocar un encuentro como por casualidad, pero a sabiendas muy bien de quién es y en qué departamento de la OTAN trabaja”. El objetivo de esa estrategia, apunta la misma fuente, es dar con personas que tienen acceso a expedientes relevantes no tanto por su conocimiento de los mismos sino porque llevan a cabo labores de secretariado, traducción o logística.

La OTAN no ha detallado los cargos contra los ocho últimos diplomáticos expulsados. Pero el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, aseguró este jueves, en una rueda de prensa durante la reunión de ministros de Defensa de la OTAN en Bruselas, que las expulsiones se han basado en la información obtenida por los servicios de inteligencia occidentales que han concluido que los supuestos diplomáticos “eran agentes de la inteligencia rusa”.

Y Stoltenberg enumeró los recientes ataques que ha sufrido Europa y que se han atribuido a ese tipo de agentes rusos. “Hemos visto el fallido golpe de Estado en Montenegro, el mortal acto de sabotaje en la República Checa, el ataque con veneno en Salisbury y el hackeo del OPCW [la organización para la prohibición de armas químicas] en La Haya“, señaló Stoltenberg. “Y, por supuesto, teníamos que reaccionar (…) Hemos dejado muy claro que por eso tomamos esa decisión [de expulsión]”, añadió el máximo dirigente de la OTAN.

El ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, anunciaba poco después de la enésima purga el cierre de la Embajada ante la OTAN y ordenaba también la clausura de la oficina de información de la Alianza en Moscú. Era el final, al menos de momento, de un sueño de concordia iniciado en 1997, cuando se inició la presencia diplomática de Rusia ante la OTAN. Se trataba entonces de estrechar la cooperación tras la Guerra Fría y de amortiguar el resquemor de Rusia ante unas ampliaciones de la OTAN que poco a poco engullían todo su patio delantero del antiguo bloque soviético.

Aunque las relaciones nunca fueron fáciles y tuvieron serios altibajos (como la intervención de la OTAN en Kosovo o la invasión rusa de territorios de Georgia), la OTAN y Rusia mantuvieron su acercamiento de posiciones. Hasta el punto, de que en 2010 el entonces presidente ruso, Dimitri Medvédev, fue invitado a la cumbre de la OTAN en Lisboa donde se pactó el concepto estratégico de la Alianza, es decir, el documento más importante para la geoestrategia de la Alianza.

Los contactos eran fluidos y casi constantes. El llamado Consejo OTAN-Rusia, creado en 2002, se reunía en Bruselas en el ámbito de embajadores una vez y a nivel ministerial, al menos dos veces al año. Rusia llegó a disponer de un local en la antigua sede de la Alianza en la capital europea, aunque en un ala del edificio aislado de la parte central y que, según algunas fuentes, los rusos nunca llegaron realmente a utilizar. Los occidentales, mientras tanto, miraban hacia otro lado ante las posibles sospechas de espionaje.

“Era conocido que Rusia solicita el pasaporte diplomático para todos sus espías y que, durante años, al menos la mitad de los representantes acreditados para la OTAN era agentes”, señala un ex alto cargo de la Alianza. “Se toleró esa situación porque había voluntad de entenderse con Moscú a pesar de todo”, añade la misma fuente.

Pero la incipiente confianza nacida después del colapso de la URSS se quebró en 2014, cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, inició la campaña para hacerse con el territorio ucranio de Crimea. Una operación rematada en cuestión de semanas y que fue calificada por Europa como anexión ilegal mientras Moscú la describe como una integración voluntaria secundada por la población de la estratégica península.

El choque en Ucrania supuso la congelación de tres lustros de cooperación entre la OTAN y Rusia. Hasta entonces, la delegación rusa ante la Alianza contaba hasta con 30 diplomáticos, cifra que se ha ido reduciendo a base de expulsiones y restricción de credenciales. Esta semana se marcharán de Bruselas los últimos miembros de la Embajada. Apenas queda alguien para coger el teléfono aunque con pocas ganas de hablar. “¿Me pasa con la persona a cargo de prensa?”, preguntaba este diario el pasado jueves. “No comment (sin cometarios)”, cortaba una voz femenina antes de colgar bruscamente el teléfono quizá por última vez.