Personal de una residencia de Orense celebran el cumpleaños de una residente durante el confinamiento, en mayo de 2021. El autor, Brais Lorenzo, fue galardonado con uno de los premios Ortega y Gasset de Periodismo, los más prestigiosos del periodismo en español, en su 38ª edición, por esta imagen que captó la solidaridad y la emoción de los ciudadanos ante la tragedia de la covid.BRAIS LORENZO / EFE

Suponga que nacemos dotados de un cañón con calibre diferente, mayor o menor en cada persona. Unas lo heredan con calibre grande y otras con calibre pequeño. Ese cañón viene preparado para disparar con su particular potencia de fuego, proporcional a su calibre, pero al nacer todavía no sabemos ni hacia dónde va a apuntar ni cuándo va a disparar. El calibre, el ancho de boca de ese cañón, es equivalente a la reactividad emocional, la fuerza con que se expresan las emociones en cada persona, una cualidad biológica, variable y con un gran componente congénito, es decir, la heredamos en buena medida de nuestros progenitores y va a determinar muchos aspectos y circunstancias de nuestra vida. Incluso en los niños muy pequeños se observa que, ante una misma frustración, cuando, por ejemplo, se les quita un juguete de las manos, su respuesta emocional puede ser muy diferente. Los hay que se enfadan mucho, mostrando un gran berrinche, mientras que otros expresan su sentimiento de manera más suave y pacífica. Quienes tengan más de un hijo posiblemente han tenido ocasión de comprobarlo en su propia familia. A los adultos nos ocurre lo mismo, pues somos muy diferentes en el modo y la fuerza con que se expresan nuestras emociones y sentimientos incluso en idénticas circunstancias.

Ahora también sabemos que la reactividad emocional, la fuerza de expresión de los sentimientos, podría estar condicionada por causas o factores epigenéticos, es decir, por experiencias personales de los progenitores, como las situaciones de estrés que han vivido y que han podido marcar sus genes condicionando su expresión. Aunque no sabemos cómo, las marcas epigenéticas pueden transferirse al ADN de los gametos (espermatozoides y óvulos) que, a su vez, se transfieren a los descendientes en la fecundación. Así ha sido comprobado en experimentos con ratas donde las que fueron entrenadas a asociar un determinado olor a una descarga eléctrica en sus patas tuvieron descendientes con más sensibilidad a ese olor que las que no habían sufrido la misma experiencia. El aprendizaje de los progenitores causó cambios epigenéticos que facilitaron la expresión del gen que lleva la información para sintetizar la molécula sensible a ese olor. Ese cambio se transmite por los gametos y aumenta la sensibilidad del descendiente para ese mismo olor. De modo similar, las vivencias estresantes de los padres podrían condicionar epigenéticamente la sensibilidad emocional de los hijos, e incluso de los nietos, en determinadas situaciones, pues las marcas epigenéticas pueden heredarse con los propios genes, aunque no tienen la misma estabilidad que ellos y pueden añadirse o perderse en los cambios generacionales.

El calibre es, como decimos, en buena medida heredado, pero hacia dónde apunta el cañón y cuando dispara, es harina de otro costal. Es decir, lo que va a emocionarnos y a hacernos expresar los sentimientos con esa fuerza de la que venimos dotados depende de factores que ahora son ambientales y educativos. Heredamos la potencia de fuego, la reactividad emocional, pero aprendemos a utilizarla según lo que hemos vivido cada uno y cómo nos enseñan y educan. Los estímulos, es decir, las palabras, hechos, ideas, pensamientos, personas, lugares y circunstancias que nos emocionan lo hacen porque en algún momento anterior de nuestra vida se asociaron a circunstancias que nos provocaron sentimientos como el miedo, la alegría, la vergüenza, el odio o el amor, entre otros muchos posibles. Muchas emociones son respuestas condicionadas, es decir, aprendidas, y esa asociación pudo producirse de forma automática y espontánea, como cuando al pararse inesperadamente el ascensor sentimos miedo, o de forma instructiva, como cuando se nos educa para ser solidarios y generosos o, para odiar a personas, colectivos o ideas. Nadie nace siendo Jack el destripador o la madre Teresa de Calcuta, pero las experiencias vitales y la educación pueden orientar una alta reactividad emocional hacia el altruismo y la bondad o hacia la maldad y el horror.

Por eso, cuando el cañón ya está en posición y apuntando en un determinado sentido solo faltan las señales pertinentes para que dispare, es decir, solo faltan las situaciones personales o colectivas capaces de activar la expresión de los sentimientos incubados con la fuerza que cada uno lo hace. Otros factores biológicos pueden además sumarse, como en el caso de los hombres, donde la presencia en su sangre y su cerebro de la hormona testosterona puede actuar sinérgicamente con la reactividad emocional heredada potenciando respuestas emocionales y comportamientos indeseables. Desgraciadamente, no dejamos de comprobarlo.

En definitiva, las emociones mismas, como el miedo, el odio o el amor, no se heredan, pero sí heredamos una predisposición biológica para adquirirlas con mayor o menor facilidad y, sobre todo, para expresarlas con fuerza diferente en cada persona. Lo que de ningún modo heredamos son los estímulos y las causas que provocan las emociones y los sentimientos que tenemos, pues eso depende exclusivamente de nuestras vivencias personales y, sobre todo, de la educación que desde niños recibimos, algo que no deja de ser una buena noticia porque nos permite cultivar una sociedad en la que educativamente se promuevan los sentimientos positivos alejándonos de los negativos y corrosivos. La experiencia y la plasticidad cerebral también nos enseñan que la educación emocional puede ayudarnos, si no a evitar las emociones negativas, sí a modular e incluso evitar las expresiones indeseables que provocan.

Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de ‘Aprender, recordar y olvidar: Claves cerebrales de la memoria y la educación’ (Ariel, 2017).

Materia gris es un espacio que trata de explicar, de forma accesible, cómo el cerebro crea la mente y controla el comportamiento. Los sentidos, las motivaciones y los sentimientos, el sueño, el aprendizaje y la memoria, el lenguaje y la consciencia, al igual que sus principales trastornos, serán analizados en la convicción de que saber cómo funcionan equivale a conocernos mejor e incrementar nuestro bienestar y las relaciones con las demás personas.