El primer golpe del presidente Joe Biden fue un plan de choque para superar la pandemia, un paquete de estímulos de 1,9 billones de dólares ya aprobado por el Congreso. El segundo es un programa de reconstrucción y modernización de infraestructuras, presentado este miércoles en Pittsburgh, con inversiones a ocho años por valor de dos billones de dólares que generarán millones de empleos. El objetivo es remediar déficits en servicios esenciales como carreteras, puentes, aeropuertos o red eléctrica, muchos de los cuales datan de los años cincuenta, y modernizar el país para afrontar mejor el cambio climático. Pero la ambición última es apuntalar la supremacía de EEUU ante la competencia de rivales como China.

El denominado Plan de Empleo Estadounidense -“el mayor plan de inversiones desde la Segunda Guerra Mundial, que creará millones de empleos bien remunerados; el plan de una generación”, ha dicho Biden- tiene por delante un camino tan largo como tortuoso, política y legislativamente hablando. La viabilidad de la financiación, que la Casa Blanca espera lograr gracias a un aumento del impuesto de sociedades del 21% actual al 28%, y la oposición de los republicanos por el intervencionismo del Estado auguran un trámite inclemente. Algunos demócratas también formulan críticas al plan, por insuficiente, mientras los grandes empresarios consideran que dificultará la recuperación pospandemia por el sobreesfuerzo fiscal. “No podemos esperar” para modernizar las infraestructuras, les ha respondido Biden desde Pittsburgh. “No tengo nada contra los millonarios”, ha añadido, en alusión a la prevista financiación.

La iniciativa prevé destinar 620.000 millones de dólares al sector del transporte para modernizar más de 32.000 kilómetros de rutas y autopistas y reparar unos 10.000 puentes en todo el país. Según la asociación de ingenieros civiles, el 43% de las vías están en malas condiciones, mientras el 42% de los 617.000 puentes tienen al menos 50 años. Un 7,5% de ellos son estructuralmente deficientes.

El país más rico del mundo baja al puesto 13º cuando se valora la calidad de sus infraestructuras, como consecuencia de la caída del 40% de la inversión pública desde los años sesenta. “El Plan de Empleo Estadounidense invertirá en el país de una forma no vista desde que construimos las autopistas interestatales y ganamos la carrera espacial”, subraya la Casa Blanca. Además de la red vial, contempla modernizar la red eléctrica, el suministro de agua o el acceso asequible a la banda ancha de internet; también reconstruir dos millones de casas y edificios, escuelas y guarderías; potenciar la economía de los cuidados, con la creación de empleos mejor pagados que nivelen desigualdades de clase y de raza; revitalizar la industria manufacturera, garantizar el suministro de componentes esenciales e invertir más en I+D.

Un capítulo destacado de la iniciativa es la denominada “revolución del coche eléctrico”, que prevé, entre otras cosas, sustituir un 20% de los autobuses de transporte escolar por vehículos eléctricos, lo que también ha provocado un alud de críticas entre los grandes del motor. El claro respaldo de Biden a la afiliación sindical de los trabajadores también figura negro sobre blanco en esta hoja de ruta, en vísperas, precisamente, de que se conozca el resultado de la votación pionera entre 6.000 trabajadores de un centro de Amazon.

El ambicioso discurso de este miércoles es el punto de salida de una batalla en el Congreso que se augura tan áspera como incierta, y que pondrá a prueba su capacidad de negociación. El intervencionismo del Estado en la economía, ese supuesto gasto público a espuertas que denuncian sus detractores, y el incremento del impuesto de sociedades desde el 21% adoptado por la gran reforma fiscal de 2017 de Donald Trump, tienen en pie de guerra desde hace semanas a los republicanos y la clase empresarial. La Casa Blanca asegura que, incluso tras el hipotético aumento, la tasa se mantendría en su menor nivel desde la Segunda Guerra Mundial, salvo el paréntesis de Trump.

Por desmedidas que parezcan, las propuestas de Biden están lejos de constituir globos sonda o muestras de pensamiento ilusorio. En su primera rueda de prensa, el jueves pasado, el presidente repitió tres veces en una respuesta su deseo de “cambiar el paradigma” y de sacar adelante su agenda con o sin apoyo republicano. La prueba de su determinación será este plan de infraestructuras, mucho más radical y transformador que el Plan de Rescate Estadounidense aprobado. Reconvertir la economía de EEUU en un sistema funcional más equitativo, sostenible y competitivo, en especial con respecto a China y frente a los retos del cambio climático -que muestra las vergüenzas del país con cada nuevo huracán u ola de frío, como la reciente de Texas-, es el ejemplo más palpable de otro de los lemas de su mandato: la ambición.

Si la ambición guio su respuesta a la crisis del coronavirus, con un plan milmillonario –su dotación equivale a casi el 40% del presupuesto del Gobierno federal, alrededor del 9% del PIB nacional- que mereció el calificativo de histórico, los epítetos se quedan cortos para enmarcar el nuevo proyecto, que pretende superar desigualdades estructurales arraigadas hasta el tuétano, además de crear 10 millones de empleos verdes y revitalizar la industria. A diferencia del rescate pandémico, una gran inyección de gasto público, la futura reconstrucción implicará -si se aprueba en el Congreso- una revolución fiscal por la cual contribuirán más lo que más tienen. Otro cambio de paradigma, como viene demandando el ala más progresista de los demócratas (en la Asamblea de Nueva York, por ejemplo, han presentado un proyecto de ley para gravar a los milmillonarios del Estado).

En la mente de Biden están los llamados trabajadores de cuello azul, los obreros -los más afectados por el paulatino declive económico, por la desinversión y, finalmente, por la pandemia; negros y latinos en su mayoría pero también blancos con poca cualificación, “los que trabajan duro y pagan impuestos y sirven a su país”, como les definió al inicio de su discurso-, pero también desafíos globales. China desbancará a Estados Unidos como la mayor economía del mundo en 2028, cinco años antes de lo previsto anteriormente, según el Centro de Investigación Económica y de Negocios (CEBR, en sus siglas inglesas), gracias a su hábil manejo de la pandemia. China fue la única gran economía mundial que evitó la recesión en 2020, y superó a EEUU como principal destino de la inversión extranjera directa ese año. La dependencia estratégica de EEUU respecto de China quedó de manifiesto durante la pandemia, o en la interrupción de la cadena de montaje en plantas automovilísticas por la escasez de componentes esenciales, también chinos. A todas esas carencias y debilidades pretende dar respuesta el macroplan de infraestructuras y empleo. “Nos permitirá ganar competencia ante China”, ha dicho Biden en su discurso.

Quien viera en Biden un político carente de ideas fuerza, deberá cambiar de opinión, sugiere la Casa Blanca. “El presidente piensa que su rol es el de ofrecer una perspectiva audaz sobre cómo podemos invertir en nuestro país, nuestras comunidades, nuestros trabajadores”, dijo este martes su portavoz, Jen Psaki; “quiere mostrar claramente que tiene un plan y que está abierto a la discusión”. “Pero no asumirá compromisos por la urgencia de actuar”, matizó un alto funcionario de la Casa Blanca. El secretario de Transporte, Pete Buttigieg, que estará en primera línea, considera posible el acuerdo. “Tenemos una oportunidad extraordinaria de lograr el apoyo de los dos partidos para pensar a lo grande y dar pruebas de audacia”.