Sin poner en duda el apoyo social a las demandas justas de equidad de género y contra la discriminación, la agenda feminista es un acto de justicia, no la construcción de una oposición ideológica, productiva y de clase.
El lunes 8 de marzo organizaciones feministas radicales escalaron la violencia en México para posicionar su agenda de reivindicaciones: feminicidios, agresiones de género y discriminaciones productivas, para señalar las importantes. En las agresiones de género se contaron los casos del candidato de Morena al gobierno de Guerrero, Félix Salgado Macedonio, y el exembajador y escritor Andrés Roemer, los dos acusados de agresiones sexuales, violaciones y acosos.
Sin embargo, ni Salgado ni Roemer debieran de definir la agenda de las mujeres. El problema de discriminación de género es mayor y en México permaneció oculto por la falta de organizaciones visibles de protesta: salarios desiguales, chantajes sexuales laborales y en las ultimas fechas agresiones con químicos contra ellas. Pero de manera lamentable la violencia escalada opacó lo que debió de haber sido el planteamiento de tres temas básicos:
1.- La agresión aumentada en el confinamiento de la pandemia.
2.- Las agresiones físicas con agentes químicos.
3.- El incumplimiento de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.
Y en México no se insistieron en tres hechos en uno: la secretaria de Gobernación (ministra del Interior), la jefa de gobierno de Ciudad de México y la fiscal de Ciudad de México son mujeres y las tres –Olga Sánchez Cordero, Claudia Sheinbaum y Ernestina Godoy– tienen facultades –peor aún: obligaciones– de aplicar la ley para proteger a las mujeres, pero en los últimos quince años ha habido un escalamiento de agresiones contra las mujeres por su condición de género sin solidaridad de género: las mujeres escalan posiciones de poder para comportarse como hombres.
El otro dato tampoco se ha debatido: la agenda de defensa de los derechos de la mujer y la fijación del 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer fue una agenda socialista, de izquierda ideológica, de enfoque de lucha de clases. Y las circunstancias partidistas han querido que Morena, el partido del presidente López Obrador, ha sido el refugio de los últimos militantes del Partido Comunista Mexicano, una organización que siempre mantenía en alto –aunque sin efectividad– la bandera de la emancipación de la mujer; siguen brillando por su ausencia.
La idea de acreditar a las organizaciones feministas la condición de “única oposición” efectiva en México no tiene que ser con la dimensión politológica de una oposición. Las organizaciones defienden la vida de las mujeres, exigen aplicación de las leyes y han elevado el debate a la igualdad económica y productiva de género. Es un contrasentido que en México la fuerza productiva de la mujer sea del 49%, pero sigan padeciendo desigualdades en salarios, escalafones y accesos productivos.
La pandemia ha llevado la situación de la mujer a una crisis mayor: atender su trabajo desde el home office, vigilar la educación de los hijos vía zoom y padecer los acosos y agresiones de los maridos en situaciones de crisis psicológica por el encierro. Ninguna autoridad ha querido resolver las denuncias y demandas, en tanto que las agresiones físicas y psicológicas siguen aumentando. Lo más grave en esta situación es la falta de solidaridad de género: los hombres, al contrario, han aumentado los colapsos familiares por exigencias que multiplican la capacidad de atención de las mujeres.
En este sentido las protestas del 8 de marzo en México recibieron, en lo general, todo el apoyo social. La crisis del tema de género afectó al partido en el gobierno, Morena, del presidente López Obrador, por la insistencia en designar candidato a un político atrabiliario que tiene una larga lista de acusaciones de agresión de género. El propio aludido, Salgado Macedonio, ha dicho, con cinismo: “todo lo que dicen de mí es cierto” y “soy un toro sin cerca”. Pero ahora lo escalan a candidato a gobernador de Guerrero en medio de acusaciones y expedientes judiciales abiertos por acosos y violaciones. Lo peor de todo es que las mujeres agredidas están cargando con el peso de la prueba, porque las autoridades judiciales operan no sólo con complicidad de género o “pacto patriarcal”, sino por corrupción e ineficiencia.
Las protestas feministas no son opositoras; se requiere, eso sí, que la oposición en México –inexistente en términos de bases electorales– recoja la agenda de las mujeres, pero mantenga claridad en que la oposición es a proyectos generales de gobierno, a modelos de desarrollo injustos y a complicidades de clase que polarizan la concentración de los ingresos. Las mujeres necesitan ver garantizados sus derechos a una vida sin violencia y en igualdad de oportunidades, pero la autodenominada izquierda en el poder ha salido igual de conservador que la derecha clerical que siempre ha profundizado la marginación de la mujer.
La respuesta del gobierno de Ciudad de México y su jefa de gobierno a la marcha del 8 fue colocar una valla metálica de tres metros de altura alrededor del Palacio Nacional para aislar a sus moradores, pero el lunes 8 las mujeres derribaron una parte. Ahí estuvo el otro mensaje: la violencia femenina es señal de hartazgo, agobio y decepción. Lo paradójico en México ha sido la falta de empatía de gobernantes mujeres hacia la agenda de las mujeres.
Lo malo de las protestas es que se centran en un día y dejan todo el año sin meterse en los mecanismos de toma de decisiones. Por eso los gobiernos masculinos abusan; un día y las protestas pasan al día siguiente y hasta el próximo 8 de marzo del año siguiente.
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