La Super Bowl de la pandemia terminó, en lo deportivo, con una aplastante y merecida victoria de los Buccaneers de Tampa sobre los Chiefs de Kansas City, por 31 a 9, que les vale a los de Florida su segundo título, 19 años después del primero. El partido permitió a Tom Brady, leyenda entre las leyendas, lanzar dos pases de touchdown a su viejo amigo Rob Gronkowski y arrebatarse a sí mismo el récord del jugador de mayor edad en levantar el trofeo. Lo alza por séptima vez, a los 43 años, la temporada en que se mudó al sur desde la Nueva Inglaterra que forjó su mito. Fue, como se anticipaba, un partido de los quarterbacks [los líderes de la parte ofensiva del equipo]. Y en el duelo generacional entre Brady y Patrick Mahomes, de 25 años, se impuso el veterano a la estrella emergente que, con una leve cojera, no rindió lo que se esperaba.
Ganó Brady como casi siempre. Más allá de eso, todo fue distinto. El espectáculo de la Super Bowl del coronavirus, como todo en estos tiempos, tuvo mucho de extraño y de virtual. La mitad del público era, literalmente, de cartón. Pasarán a la historia esos sonrientes fans bidimensionales clavados a las sillas, como osadas ocurrencias de autores de ciencia ficción. En los anuncios televisivos, a 5 millones de dólares (4,1 millones de euros) por cada medio minuto, algunas marcas saltaron directamente por encima de la pandemia, regalando incluso utopías de gente sin mascarilla a los cerca de 100 millones de telespectadores; otras rindieron homenaje a los héroes cotidianos o apelaron al corazón para vender mercancías anticíclicas. El portal de empleo Indeed buscó la lágrima con historias de desempleados soñadores. La cadena global de reparto de comida Uber Eats se anunció con los protagonistas de Wayne’s World [El mundo de Wayne] recomendando comer en restaurantes locales.
Entre un discurso y otro, la publicidad aportó la segunda leyenda de la noche, después de Brady. Fue Bruce Springsteen, que después de una persecución de 10 años accedió a rodar un anuncio para Jeep, el primero que graba en sus 71 años de vida. Fueron dos minutos de llamada a la unidad nacional desde una capilla en Kansas, en el centro geográfico mismo de Estados Unidos (exceptuando Hawái y Alaska), en tiempos de pandemia y polarización. “No hay nada auténtico en una estrella de Hollywood pagada que cuenta la historia que queremos que cuente. Hay gente famosa, y luego están las leyendas”, explicó un ejecutivo de marketing de la firma a The New York Times.
Pero nada hubo más 2020 que la actuación, en el espacio estelar del intermedio, de The Weeknd. Hace un año Shakira y Jennifer López celebraron el calor latino. Su apabullante show fue de carne, sudor, saliva, manos, bocas y caderas, fluidos y órganos hoy añorados. Aquello fue la antítesis de la distancia social, el reverso de las mascarillas y del desinfectante de manos. Nadie lo sabía entonces, pero fue una despedida. Un adiós a un mundo que, 12 meses después, se parece mucho más al territorio frío y solitario en el que se movió The Weeknd.
Todo lo que rebosó el espectáculo de las divas latinas faltó en el del canadiense de 30 años Abel Tesfaye. Se enfrentaba a enormes retos debido a la pandemia, que obligó a que (solo) cerca de mil personas se encargaran de la producción sobre el terreno. Sin el calor y la interacción del público, el set se desplazó a lo alto de las gradas, donde el chico prodigio del r&b cantó Starboy y The Hills en un imponente plató con filas de luces y un coro que mantenía la distancia social. Después circuló por agobiantes pasillos de espejos y bombillas de camerino cantando I can’t feel my face, revoloteando a su alrededor bailarines con las caras cubiertas por vendajes. Entre fuegos artificiales, The Weeknd volvió al aire libre y acabo con un liberador broche final, fuera al fin de los dictados propios del videoclip, corriendo entre un inquietante ejército de bailarines, también con el rostro vendado y luciendo la misma ropa que la estrella, que cantaba su irresistible hit de disco pop Blinding lights.
La misma frialdad lastró la sobria aunque sobrecalculada actuación de la joven poeta Amanda Gorman que, después de enamorar al mundo con su más espontáneo recital en la investidura del presidente Joe Biden, introdujo la poesía por primera vez en la historia de la Super Bowl. La poeta de 22 años leyó antes del partido unos versos propios que homenajeaban a tres trabajadores esenciales durante la pandemia, un veterano de los marines, un profesor y una enfermera.
El himno nacional lo cantó por primera vez un dúo, formado por la estrella del country Eric Church y la cantante de soul Jazmine Sullivan. Y ahí oculta estaba otra leyenda, evocada en el peinado de Sullivan, velado homenaje al de Whitney Houston en la película El guardaespaldas. Horas antes, durante los ensayos, la cantante exhibió una sudadera blanca, un guiño a la que portó Houston en su memorable interpretación del himno en 1991. Aquel año ella estaba en la cima de su carrera y el país, bajo la presidencia de Bush padre, acababa de entrar en la guerra del Golfo. Aquella Super Bowl fue un momento de exaltación del patriotismo. De emoción, miedo y tensión. Whitney Houston encontró el tono y será siempre recordada por ello. Treinta años después, hubo estrellas y, para bien o para mal, hubo tono. Está por ver si quedará material para el recuerdo.