Reina Moreno Zapata respira aliviada después de recibir la primera dosis de la vacuna contra la covid-19 en el Hospital General de Champotón, una ciudad costera localizada a kilómetros de Campeche, la capital del Estado del mismo nombre, que se extiende a orillas del Golfo de México. Moreno Zapata es enfermera, encargada de supervisar el turno nocturno en el hospital y esta mañana se muestra emocionada porque, dice, ahora con la vacuna tiene menos miedo de atender a los enfermos que llegan a la urgencia a causa del virus. “Me tocó ver que en mi turno fallecieron muchos pacientes. Se les daba todo lo que les podíamos dar, pero fallecían. Fue muy difícil, porque uno se siente impotente. Das lo mejor de ti y aun así no se puede salvarlos”, dice entre lágrimas al recordar aquellas jornadas extenuantes, entre junio y julio, cuando Campeche registraba la mayor cantidad de muertes por la pandemia. “Jamás imaginé vivir eso”, agrega. Escenas de caos, de tristeza, de impotencia que ni el personal médico ni las autoridades locales quieren repetir en un Estado que desde septiembre pasó a verde en el semáforo epidemiológico diseñado por la Secretaría de Salud federal y que lucha día a día para mantener su éxito: en lo que va de enero, Campeche solo ha registrado dos muertes.
Esta mañana es animada en el hospital. Se trata de un momento de gran relevancia para esta comunidad de pescadores, hasta donde se han trasladado decenas de soldados y personal de la Marina para administrar las vacunas y garantizar que el proceso transcurra sin contratiempos. A la entrada del dispensario se congregan en una fila los trabajadores sanitarios que recibirán las primeras dosis, expectantes ante lo que consideran el principio del fin de una pesadilla que en el resto de México sigue ensañándose con sus habitantes, con más de 140.000 fallecidos, según los datos oficiales.
Aquí es visto con espanto el día a día de regiones como la capital, Ciudad de México, el epicentro de la pandemia, que cada jornada supera el registro de fallecimientos por el virus. Reina Moreno, de 46 años y 20 trabajando como enfermera, ha esperado sentada alguna reacción de la vacuna. Asegura que no siente dolor ni nada extraño. Sus compañeros, desde la fila, la escuchan con interés. Entre ellos Karina, una auxiliar de enfermería de 32 años que desde el inicio de la pandemia ha temido contagiar a sus dos hijas y a su madre. “Vacunarse es un alivio, porque sabes que vas a estar protegida cuando entres a atender a un paciente con covid”, asegura.
Las primeras 4.900 vacunas llegaron a Campeche el 13 de enero como parte del programa de vacunación que han desarrollado las autoridades mexicanas. Se trata de la vacuna de Pfizer y BioNTech, cuyo primer lote aterrizó en México el 23 de diciembre. El programa depende de las llamadas brigadas correcaminos, que no han estado exentas de controversias. Se trata de grupos encargados de vacunar a la población, compuestos por enfermeros, doctores, militares, voluntarios y –lo más controvertido– integrantes de los programas sociales que impulsa el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, como Sembrando Vidas. El día 12, en Campeche, a las personas que integrarán estas brigadas se les realizaban pruebas de covid-19 para garantizar que no estuvieran contagiados.
José González Pinzón es el secretario de Salud de Campeche y quien estuvo a cargo de desarrollar la estrategia local contra la covid. La noche anterior al inicio del proceso de vacunación recibió a EL PAÍS en la sede de la Secretaría, donde los funcionarios corrían de oficina en oficina ultimando los detalles para recibir las vacunas en el aeropuerto local. González explica que el secreto del éxito de Campeche radica en lo que él llama “el principal antídoto”, el uso de cubrebocas. Las autoridades locales movilizaron a todos los funcionarios del Estado, incluidos maestros, para que repartieran cubrebocas a la población, de tal manera que todos se protegieran. El Estado también se cerró a cal y canto, porque las autoridades establecieron un estricto confinamiento, que también fue apoyado por los vecinos, dice el funcionario, que incluso denunciaban a quienes hacían fiestas clandestinas.
El momento más fuerte de la pandemia, afirma González, fue en junio. El día 10 se registraron hasta 17 muertes. Los hospitales llegaron hasta el 45% de ocupación y las autoridades tuvieron que habilitar centros hospitalarios militares con el temor a verse sobrepasadas. Fueron días agotadores para el personal sanitario. “Hubo noches muy largas”, afirma González. “El que no tuvo miedo, miente”, agrega. En Campeche, familias enteras se contagiaron con el virus, por lo que las autoridades realizaron un trabajo comunitario, casi de casa en casa, para determinar los contagios y aislarlos. González afirma que se entregaba oxígeno en su hogar a quienes lo necesitaran y los mantenían en vigilancia. Algunas ciudades del Estado se cerraron de tal manera que no se permitía el ingreso a ningún extraño. En la capital se restringió la salida a la calle solo para hacer actividades básicas como la compra de alimentos. Y a nadie se le veía sin el cubrebocas.
“El confinamiento ciudadano tuvo resultados positivos”, afirma Lorenzo Chim, veterano periodista de Campeche, quien además de Jefe de Información del diario local La Tribuna ha trabajado 26 años como corresponsal de La Jornada. Chim y su equipo cubrieron la pandemia con los escasos recursos con los que contaban durante extenuantes jornadas. “En Campeche se cerró todo, se pusieron patrullas vigilando que no abrieran los restaurantes, se cerraron todos los templos, se cancelaron los cines, se vigiló que la gente no saliera”, cuenta el periodista, quien dice que esa fue una decisión acertada de las autoridades para evitar la propagación del virus.
Tal encierro tuvo un fuerte impacto en la economía. Miles de negocios, sobre todo pequeños, cerraron, se perdieron también miles de empleos [las cifras van desde 5.000 a más de 30.000] y el turismo se hundió. “Hubo muchos empresarios que no pudieron cumplir con sus obligaciones fiscales, otros tenían créditos con las instituciones financieras que tuvieron que reestructurar, nosotros como organismo rector de comercio tuvimos que hablar con los bancos”, cuenta Carlos Tapia López, presidente de la rama local de la Cámara Nacional de Comercio. “El golpe fue muy duro”, afirma. “No teníamos para pagar nóminas, las rentas, tuvimos que negociar con los empleados, porque no hay negocio que resista no recibir ingresos”, agrega. Tapia tuvo que despedir a varios de los trabajadores de sus empresas, dice. El sector hotelero también fue duramente golpeado. “Estaban en cero [reservas] en los meses de mayo, junio, julio. “Mantener la estructura hotelera, con edificios de gran tamaño, los tenía prácticamente ahorcados”, explica el empresario.
La recuperación ha sido lenta. Diciembre fue un buen mes, agrega Tapia, con la llegada de visitas por las fiestas navideñas, que permitió que se ocupara hasta un 70% de los cuartos de hoteles. Los ingresos por las rebajas del llamado “Buen fin” ascendieron a siete millones de pesos, pero con todo no es suficiente para recuperar lo perdido. Campeche, una hermosa ciudad amurallada con una historia épica es patrimonio de la humanidad. Sus calles coloniales muestran hermosos palacios, iglesias, fuertes, plazas donde la gente se reúne para recibir el aire fresco que llega del golfo de México. Antes de la pandemia se caracterizaba por una vida nocturna animada, con sus habitantes y turistas llenando los bares y restaurantes de la Calle 59, epicentro de la movida campechana. Hoy, muchos de los locales continúan cerrados, los avisos de “Se renta” se multiplican en todo el centro histórico y los negocios que sobrevivieron al tsunami temen volver a los peores meses de la pandemia.
Un temor que también cargan las autoridades locales, que mantienen una estrategia intensa de comunicación para que los habitantes no bajen la guardia. En todos los lugares visitados por EL PAÍS se veía a la gente con cubrebocas, guardando la tan promocionada sana distancia y evitando aglomeraciones. Las escuelas siguen cerradas y no abrirán hasta que haya las condiciones necesarias, afirma Ricardo Koh Cambranis, secretario de Educación de Campeche, aunque las autoridades federales presionan para abrir los centros en los estados que están en semáforo verde. La educación a distancia continúa, aunque ha tenido consecuencias: al menos 7.000 estudiantes han desertado debido a que no cuentan con acceso a Internet, televisores o que sus padres no pueden encargarse de enseñarles en casa.
Con todo, Campeche parece un paraíso comparado con otras regiones del país azotadas por el virus. El mercado local luce bullicioso con sus puestos de pescado, frutas y flores. Los comercios han abierto y atienden con normalidad. La gente pasea alegremente por el amplio malecón golpeado por olas del golfo y al caer la noche los bares de la Calle 59 sacan sus mesas sobre la avenida cerrada al tráfico y grupos de jóvenes salen a divertirse, acompañados de litros de alcohol. La venta está restringida hasta las 23.30, pero para un grupo de chicos que disfrutaban en una de esas terrazas es suficiente. “No nos gustaba estar encerrados”, dice uno de ellos, de forma tímida. “Es bueno poder salir”.
Un miércoles de enero por la tarde, en la llamada zona de las palapas del Malecón, Carlos Iván Olán recibe a los comensales que llegan a El sábalo Campeche, el restaurante donde trabaja como gerente. El intenso calor tropical es apaciguado por las aguas del Golfo, donde sobrevuelan las gaviotas y enormes pelícanos, que hacen clavados temerarios en el agua para atrapar los peces. Olán lamenta que, a pesar del semáforo en verde del Estado, las ventas no han sido las mismas y varias “palapas”, estos restaurantes de mariscos y estructura rústica, han tenido que cerrar. “Puedes checar como está: solo cuatro, cinco mesas ocupadas. El lugar es bonito, pero la gente no viene, no sale a comer, tienen miedo a la convivencia, no es como antes”, lamenta el gerente. Dice que las ventas se mantienen bajas, en un 25%, pero que los costos han aumentado porque las autoridades les exigen fuertes medidas sanitarias. “Mantener la clientela es difícil”, agrega, mientras la música de cumbia resuena en el malecón. Tapia mira la amplia avenida al lado del mar y reflexiona: “Es una tragedia. Ni la vida ni la ciudad son ya las mismas”.