El futuro inmediato de la relación entre México y Estados Unidos no será buena, ni tampoco mala. En el corto plazo habrá una relación de mantenimiento, donde no se espera que suceda nada significativo porque para el presidente Joe Biden, en estos momentos, México ocupa un asiento trasero en su política exterior. De alguna manera lo sabe el presidente Andrés Manuel López Obrador, cuando descarta que –a diferencia de lo que sucederá este viernes con el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau– vaya a tener una conversación en los próximos días con el jefe de la Casa Blanca, porque no la ve necesaria.
La relación con el nuevo gobierno de Estados Unidos arrancó fría, distante y con estática. La embajadora Martha Bárcena dejará la misión diplomática el próximo 15 de febrero, y no se cree que el beneplácito para Esteban Moctezuma, su relevo, se dé antes de esa fecha. El plácet se pidió en diciembre, pero primero se acomodarán las nuevas fichas en el Buró para México en el Departamento de Estado, por donde pasa primero la solicitud, y tendrá que ser ratificado por el Senado y el nuevo secretario de Estado, Anthony Blinken, quien una vez instalado en Foggy Bottom comenzará a nombrar a sus colaboradores. En la audiencia de ratificación, Blinken no mencionó a México entre las prioridades; de hecho, a ningún país de América Latina.
En Washington, confían diplomáticos, el interés de la administración Biden por América Latina no está en México. Christopher Landau, el embajador que envió Trump a representarlo, tenía previsto regresar a Estados Unidos este miércoles –no se ha confirmado si se fue o no–, acatando una instrucción del jefe de Gabinete de la Casa Blanca de Trump, Mark Meadows, a todos los embajadores políticos –los que no son de carrera–, de renunciar a sus cargos a más tardar el 20 de enero. Landau, agregaron los diplomáticos, no será sustituido en alrededor de seis meses.
No hay nada claro sobre quién remplazará a Landau, aunque hay diversos nombres que se manejan en los círculos diplomáticos en Washington. Uno es el de Beto O’Rourke, un popular político texano que nació en El Paso, que fue diputado federal y buscó la candidatura demócrata a la presidencia, compitiendo, entre otros, con Biden. Otro es el de Kenneth Salazar, un hispano cuya familia inmigró de México hace varias generaciones, que fue secretario del Interior en la administración Obama, responsable de vigilar los recursos naturales de su país, y jefe del equipo de transición de Hillary Clinton durante su frustrada candidatura presidencial. El tercero es Michael Camuñez, presidente de la consultora Monarch Global Strategies, profundo conocedor de México que trabajó en el gobierno de Bill Clinton y fue secretario de Comercio Adjunto para Comercio Internacional en el de Obama.
La selección de los nombres podrá variar en las próximas semanas, pero por los perfiles que se manejan actualmente en Washington, Biden y Blinken buscarán profesionales en sus campos. Ninguno tiene experiencia diplomática como Roberta Jacobson, que fue subsecretaria de Estado con Hillary Clinton y embajadora en México, cuya expectativa de que regresara a Paseo de la Reforma se frustró cuando la nombró Biden coordinadora de la frontera, dentro del poderoso Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, que llevará a cabo las reformas al sistema nacional de asilo –una posición donde chocará con México, que apostó a las modificaciones que hizo Trump– y revisará los desafíos de seguridad nacional que significa la inmigración de México y Centroamérica.
El gobierno de López Obrador encontrará, como ya lo comenzó a notar la cancillería, un equipo profesional y con experiencia. Eso no está nada mal, porque si hay un trato recíproco, la relación bilateral funcionará adecuadamente, y algunas fricciones, como las hay hoy en materia de seguridad, podrán discutirse y alcanzar un acuerdo con el cual ambos gobiernos se sientan cómodos.
Sin embargo, las señales que han enviado desde Palacio Nacional a Washington no respaldan el interés por tener una buena relación. La más importante es haber desaparecido la Subsecretaría de Relaciones Exteriores para América del Norte, y pensar que desde una dirección en la Ciudad de México se puedan atender los problemas de fondo de la relación. Un nuevo embajador sin experiencia diplomática ni conocimiento de la política estadounidense tampoco ayudará. Los déficits con los que arranca la relación bilateral llaman a la creatividad.
La relación con el gobierno de Biden no encontrará los exabruptos que tuvieron con Trump, pero, aun así, se necesita un back channel, que es un canal de comunicación por fuera de los institucionales que pueda ayudar a resolver crisis o resolver urgencias. Jared Kushner, el yerno de Trump, jugó ese papel durante los gobiernos de Enrique Peña Nieto y de López Obrador, y neutralizó decisiones y acciones de su suegro que habrían tenido alto impacto en la relación, y ayudó a concretar asuntos cruciales, el más importante, el acuerdo comercial con Canadá.
Hay mucha oposición en México a mantener un canal de esta naturaleza, que parece estar prejuiciada por el parentesco de Kushner y no por su trabajo en sí mismo. Ese rol no era inédito. Cuando el presidente Clinton quería enviar mensajes a Fidel Castro por fuera de los conductos institucionales, el presidente Carlos Salinas y el laureado Gabriel García Márquez sirvieron de back channel. En plena crisis de los misiles, el presidente John F. Kennedy, a través de su amigo John Scali, corresponsal de la cadena de televisión ABC, transmitió mensajes al presidente Nikita Krushchev por medio del jefe de la KGB en Washington, para negociar el fin del bloqueo a Cuba. No fue nada menor. Se evitó la tercera guerra mundial.