El primer ministro del Reino Unido Boris Johnson llega a Downing Street en Londres, este lunes.JOHN SIBLEY / REUTERS

El Gobierno del Reino Unido, liderado por Boris Johnson, se ha propuesto evitar que la realidad de una pandemia global, especialmente inclemente con los británicos, altere la estrategia de la era post-Brexit. Londres y Washington han puesto en marcha este martes la negociación de un futuro tratado comercial que, según los euroescépticos más recalcitrantes, ayudará a paliar las consecuencias negativas del abandono de la UE. El virus ha hecho que la primera ronda se realice a través de videoconferencia. Cada una de las partes ha movilizado a más de 100 expertos y Downing Street promete una “dura discusión” que permita obtener los máximos beneficios posibles para ambas partes. Los dos Gobiernos han manifestado su intención de negociar con un “ritmo acelerado” y dedicar “todos los recursos necesarios para avanzar con velocidad”.

“Estados Unidos es nuestro mayor socio comercial, y un incremento del comercio transatlántico puede ayudar a ambas economías a superar con fuerza el desafío económico que supone el coronavirus”, ha dicho la secretaria de Estado británica de Comercio Internacional, Liz Truss. La primera ronda de las conversaciones se prolongará durante dos semanas, y abarcará un espectro de objetivos tan ambicioso como generalista. Los negociadores quieren comenzar a abordar las reglas para el intercambio de bienes y servicios, pero el lado británico está especialmente interesado en impulsar todo lo relativo al comercio digital y a los servicios financieros. Sobre el papel, son dos de los ámbitos donde el Gobierno de Johnson tiene más interés, para poder trasladar a la opinión pública la idea de un futuro impulsado por la tecnología y la innovación.

Paradójicamente, el propio Gobierno británico admite en sus cálculos que los beneficios económicos de los logros más fácilmente alcanzables serán muy escasos. Washington y Londres disfrutan ya de un comercio de aranceles bajos o inexistentes en muchas de sus exportaciones. Las previsiones más optimistas señalan un incremento anual del PIB británico, gracias un futuro acuerdo, de entre un 0,07% y un 0,16% en los siguientes 15 años. Claramente insuficiente para compensar las pérdidas que un informe gubernamental de 2018 atribuía al Brexit, que podían llegar a alcanzar el 8% del PIB durante los primeros años de la desconexión.

Tanto Donald Trump como Boris Johnson ensalzan, por puro interés político e ideológico, las ventajas que acarreará el acuerdo. Pero los puntos de mayor fricción serán complicados de sortear, y pueden acabar demostrando cierta la predicción de los mayores críticos de que un acuerdo comercial de estas características tarda años en cerrarse. Estados Unidos no parece inclinado a facilitar el acceso a sus mercados de la industria digital británica y mantiene serias discrepancias con Londres respecto al empeño en gravar fiscalmente a los gigantes tecnológicos como Google o Amazon. En materia de servicios financieros, la alianza entre la City londinense y Wall Street tiene de momento más carácter propagandístico que práctico. Estados Unidos ha apartado históricamente este sector de cualquier acuerdo comercial. “El Gobierno persigue un acuerdo ambicioso en materia de servicios financieros y nuevas oportunidades para relajar las fricciones trasatlánticas en intercambios y regulación”, dice el documento que presentó Downing Street en marzo con los objetivos perseguidos en las negociaciones. Será más fácil, dicen los expertos, ir aproximando con el tiempo las regulaciones respectivas que permitir un acceso a los mercados en igualdad de condiciones.

Y luego está el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés), la joya de la corona para muchos ciudadanos británicos y materia especialmente sensible después de los estragos provocados por el coronavirus. A pesar de aquel primer comentario de Trump durante su visita oficial al Reino Unido, en el que sugirió que todo “estaría encima de la mesa”, incluida la prestación sanitaria, ambos Gobiernos se han esforzado durante los últimos meses en desmentir esa posibilidad. “Los precios que el NHS paga por sus medicamentos no estarán sobre la mesa. Los servicios que el NHS provee no estarán sobre la mesa. El NHS no está, ni estará nunca a la venta para el sector privado, ni nacional ni extranjero”, proclamaba desde sus primeras líneas el documento del Gobierno británico. “Las posiciones de Estados Unidos ante cualquier acuerdo de libre comercio siempre han estado fuertemente influidas por los intereses empresariales. Y las industrias sanitarias y farmacéuticas gastan en lobbies de influencia más que ningún otro sector. Eso sin contar con que el propio Trump no ha dejado de quejarse de los altos precios que se ven obligados a pagar los consumidores estadounidenses para subsidiar los precios en otros países”, ha advertido Charles Clift, experto en Programas de Salud Globales del centro de pensamiento británico Chatham House.

Hasta la fecha, la única cesión sin concretar del negociador estadounidense ha sido la de resignarse a que sus pollos tratados con cloro o su ternera hormonada no accedan libremente al mercado británico.

Londres y Washington se han emplazado a poner en marcha nuevas rondas negociadoras cada seis semanas, a partir de la inicial. Con el calendario en la mano, la segunda coincidirá con el momento exacto en que Downing Street debe decidir si pide o no la prórroga del periodo de transición destinado a cerrar con Bruselas un nuevo tratado comercial, que finaliza el 31 de diciembre. Johnson ya ha dejado claro que no tiene intención de solicitar esa extensión, y ha trasladado presión a la UE para que acceda a su pretensión de otorgar al Reino Unido un acuerdo “a la canadiense”. “El Reino Unido no puede negarse a extender el periodo de transición y, a la vez, retrasar las discusiones en áreas importantes”, ha expresado su frustración el negociador jefe de la Unión Europea para el Brexit, Michel Barnier, después de una primera ronda con pocos avances.