Una protesta feminista en Caracas, Venezuela, en diciembre pasado.RAMSES MATTEY / NURPHOTO VIA GETTY IMAGES

A los 18 años, Morella se marchó de casa. Dijo que iba a sacar la basura, pero en las bolsas llevaba su ropa. Su relación con Mathías Salazar incomodaba a la familia por los gritos, malos tratos e intromisiones que observaban. Corría 1988 y la muchacha aspiraba a estudiar en la universidad de Venezuela, pero su novio la convenció de que tomara un autobús hasta Maracay para reunirse con él. Al día siguiente, se comunicó con la familia para tranquilizarla y desapareció sin dejar rastro. Pasó 31 años sometida, buena parte de ellos recluida en un piso, vejada y torturada hasta que logró escapar y arrastró por las calles sus 38 kilos de peso en busca de ayuda. Su madre murió hace ocho años. Nunca dejó de buscarla. Dejó dicho que jamás se vendiera la casa ni se cambiara el número telefónico por si su hija volvía algún día.

Mathías Salazar, de 54 años, acaba de ser imputado por violencia psicológica, amenaza, violencia sexual y esclavitud sexual, delitos previstos en la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. Recluido en una comisaría policial en Maracay, el agresor espera su juicio, previsto para mediados de marzo. Morella (se oculta el apellido por su protección) no fue la única víctima de Salazar: ocho años después de su rapto, la misma desgracia le tocó a Fanny, a quien mantuvo secuestrada junto con la hija que tuvo en cautiverio. Los familiares han asegurado en los medios de comunicación que las tres estuvieron aisladas en distintos apartamentos de un mismo edificio. El pasado 24 de enero, Morella tuvo la oportunidad y el valor de escapar con las llaves que dejó su captor. El día antes él le había dado la última paliza.

Los vecinos oían una radio en un apartamento aparentemente vacío, el rumor de una mujer encerrada. Cuatro veces salió Morella para ir al médico a tratarse infecciones urinarias, siempre bajo la vigilancia de Salazar, sin que los facultativos notaran las señales de una mujer maltratada. Un vecino se atrevió a denunciar un día a la policía, cuenta el sobrino de Morella, Oscar Hernández. Los agentes tocaron a la puerta, pero la mujer, aterrorizada por las amenazas, respondió en tono muy bajo que todo estaba bien, que se fueran. Y no volvieron. Los últimos 18 años los pasó con su radio en un apartamento sin bombillas y con gruesas persianas. Antes estuvo en hoteles y otras casas, sin que pueda precisarse aún si ya estaba cautiva o lo acompañaba por su voluntad.

“Crecí sabiendo que tenía una tía en algún lugar, que un sujeto se la llevó”, cuenta Hernández, estudiante de Derecho y quien se ha convertido en vocero de la familia sobre el caso. “En algún momento, mi familia pensó que se había vuelto loca, se llegó a cuestionar si estaba viva, porque no había rastro de ella, ni una llamada, ni una compra que facilitara un indicio”. Este hombre, de 29 años, era el que estaba en la casa de siempre, que nunca se abandonó, el día que llegaron los policías preguntando por los familiares de Morella y notificando que estaba viva.

El día que la cautiva escapó, ya con 49 años, caminó dos horas por una ciudad en severo estado de desnutrición y emocionalmente afectada. Preguntando aquí y allá llegó a la sede de una fundación de ayuda a las mujeres, un lugar que escuchó alguna vez en la radio y que grabó en su memoria. “Ahí le dijeron que no tenían personal para atenderla y la remitieron al Instituto de la Mujer. La mandaron sola, a una mujer que tenía 18 años sin ver la luz del sol”, se indigna Hernández. Cuando llegó se encontró con lo que se suelen enfrentar las mujeres víctimas: suspicacias ante su relato. “Es un caso tan espeluznante que puede llevarte a tener dudas, pero queda claro que en este país no existe un protocolo de atención ni de abrigo para la violencia contra la mujer”. Dos personas del Instituto de la Mujer de Aragua la acogieron en sus casas mientras daban con sus familiares.

“Mi tía vivía sometida por el miedo y ahora me impresiona su resistencia mental”, dice Hernández. La víctima había pensado escapar en otras oportunidades, cuenta el sobrino, pero no se atrevió. El secuestrador dejó las llaves a su alcance un par de veces para probar su sumisión y ella no las tocó. Morella desconocía que su carcelero la vigilaba de cerca, porque vivía en el mismo conjunto residencial con Fanny. “Un día, mi tía se asomó a la ventana, movió un poco la cortina para tomar un poco de sol y se retiró. De inmediato, apareció Mathías y la golpeó por asomarse”. A su siniestra colección de mujeres secuestradas, Salazar sumaba otro nombre, Ana María. Está sí llevaba el apellido del hombre, porque estaban casados. Ella ha negado, a través de videos difundidos por el defensor de su esposo, que estuvo encerrada por años en casa de sus suegros, como se ha dicho.

El ciclo de la impunidad

“En Venezuela, durante bastante tiempo se luchó por tener una normativa adecuada y se logró una ley, pero los organismos no han sido eficaces en su aplicación lo que ha abierto la puerta a la impunidad. Los mecanismos de alerta y prevención no están funcionando y las medidas de protección y abrigo, que pueden salvar una vida, no se ejecutan adecuadamente. Por ello, los feminicidios van en aumento”, sostiene la abogada Liliana Ortega, directora de Cofavic, la ONG que acompañó a la venezolana Linda Loaiza López en la demanda ante Corte Interamericana de Derechos Humanos, la primera que conoció ese tribunal en violencia de género.

Justamente la sentencia del caso de Loaiza López, que genera jurisprudencia sobre la responsabilidad del Estado en los casos de violencia, cumplió un año en noviembre pasado sin que Venezuela haya adoptado ninguna de las medidas ordenadas.

Órdenes de alejamiento dictadas tardíamente contra los agresores, Mujeres que no puede denunciar ante la policía si visten una falda corta, como ocurrió en 2018 con Ana Karina Hinestroza, apunta Gabriela Buada, una activista que se ha dedicado a visibilizar estos casos. “Se asume que un delito contra la mujer es un delito de alcoba y eso permite que la impunidad prosiga”. La falta de casas de acogida, establecidas en la ley -que además tipifica 21 tipos de violencias- también alimenta el ciclo de la violencia. “Solo quedan dos en el país, están en Caracas y no están totalmente operativas”, denuncia Buada.

En 2019, la ONG Cofavic contabilizó 381 feminicidios, el 42% cometidos en el hogar. En agosto del año pasado la policía judicial venezolana reconoció un aumento de las denuncias de abuso sexual con 1.180 casos atendidos ese año y el Ministerio Público señaló que había abierto 554 causas de feminicidio entre 2018 y 2019. Este año, 34 mujeres han sido víctimas de feminicidio, tres de ellas niñas aún.

Hace unas semanas, Linda Loaiza López se refirió al caso de Morella en un comunicado en el que contaba que cada vez que habla del tema revive su calvario como víctima de violencia de género en busca de justicia, que solo obtuvo 17 años después de su rapto, violación y torturas. “Todavía vivimos en una sociedad que nos invisibiliza, que al escuchar gritos de terror en viviendas vecinas no denuncia. Una sociedad que no solo permite que seamos atacadas, sino que además nos juzga y nos revictimiza dando paso a la impunidad. Esperamos que el Estado venezolano no le falle a Morella como lo hizo en mi caso”.

UNA LUCHA FEMINISTA DESIGUAL
En medio del desconcierto que han producido los numerosos feminicidios y la historia de Morella, algunas venezolanas denunciaron en redes sociales episodios de violencia psicológica y maltratos vividos con exparejas. En un caso, en el que el agresor fue señalado directamente e identificado como uno de los editores del portal web Cinco8, se abrió una investigación en la que se escuchó a varias víctimas del mismo sujeto que se sumaron al mensaje de Andrea Paola Hernández. Esta denuncia tuvo efecto en el despido del señalado y en el rechazo público a cualquier forma de maltrato a las mujeres, lo que sentó un precedente para otros medios. Hernández participó en diciembre en Caracas en la performance “Un violador en tu camino” y finalmente se atrevió a hablar, con toda la exposición que implica hacerlo en Twitter. “Es difícil contar lo que te pasó, pero en este momento vale la pena, así sea para encontrar apoyo en otras personas o para que otras personas pasando por lo mismo sepan que no es normal”, dice la joven. La lucha feminista que en México, Chile o Argentina alienta marchas, paros y duros cuestionamientos a los gobiernos, en Venezuela se estrella inevitablemente con la crisis política y social que vive el país. “Son muchos los dolores y heridas que tenemos. La total falta de credibilidad en las instituciones y el miedo inhiben no solo a las mujeres víctimas sino a toda la sociedad atravesada por la crisis”, reconoce la directora de Cofavic, Liliana Ortega. En medio de la emergencia humanitaria, es una batalla mucho más desigual la de las venezolanas, apunta la activista Gabriela Buada, como también lo advirtió el año pasado la Alta Comisionada de Derechos Humanos Michelle Bachelet en los informes de su visita al país. “Es difícil luchar por el aborto legal y seguro, cuando nuestras niñas faltan a la escuela porque no tienen toallas sanitarias o cuando no hay siquiera garantías de sobrevivir a un parto en un hospital. Tenemos un Estado violador y castigador de los derechos de las mujeres. La nuestra no es una lucha igual”, dice la activista.