Una semana después de la claudicación del gobierno federal ante el Cártel de Sinaloa, el saldo que dejó fueron cinco crisis al presidente Andrés Manuel López Obrador, de las que no parece poder salir. Tiene maneras de lograr superarlas, pero requiere de un método, técnica, humildad y, sobre todo, la decisión política de hacerlo de manera racional, no intuitiva. De otra manera, el pantano en el que se encuentra será cada vez más pesado y difícil de vencer. Su retórica no basta. Convence a los incondicionales, se aleja de moderados y críticos.

Las crisis que dejó el culiacanazo son:

1.- La del proceso de toma de decisiones. Después de varios días de contradicciones, el no saber con claridad quién tomó la decisión de liberar al hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, empieza a oler a encubrimiento. El Presidente ha estado en un péndulo, desde avalar la decisión, hasta decir que no estaba enterado. El mismo día de la liberación, dos altos funcionarios del gobierno tenían informaciones encontradas sobre lo sucedido. Los secretarios de Seguridad, Alfonso Durazo, y de Defensa, general Luis Cresencio Sandoval, dieron versiones antagónicas. No se sabe sin son mentirosos o quieren cubrir las violaciones a la ley que se cometieron y no encuentran la forma de hacerlo.

2.- La de la fractura en el gabinete de seguridad. El mal proceso de toma de decisión llevó a esta crisis en el gabinete. Durazo dijo que la acción del gobierno en Sinaloa se ejecutó en seguimiento a una estrategia acordada en el gabinete de seguridad, pero 12 horas después Sandoval afirmó que no había consenso en esa estrategia. Durante toda la semana pasada, los choques intramuros fueron muy fuertes: el secretario de Seguridad, contra el exmilitar a cargo de la Guardia Nacional, Luis Rodríguez Bucio, de quien dijeron responde Sandoval; las Fuerzas Armadas contra Durazo, y el director del Centro Nacional de Inteligencia, Audomaro Martínez, exmilitar también, contra Durazo. Dentro de Palacio Nacional, la molestia se concentró en el secretario de Seguridad.

3.- La de comunicación política. El equipo cercano al Presidente ha demostrado ser incompetente en momentos de crisis. El director de Comunicación Social, Jesús Ramírez Cuevas, responsable del mensaje del Presidente, ha sido incapaz de unificar la narrativa de lo que sucedió –motivo directo de las contradicciones–, y de ordenar el discurso del Presidente, que prácticamente todos los días se corrige a sí mismo. Es difícil disciplinar a López Obrador, cierto, pero Ramírez Cuevas, lejos de intentarlo, calienta su temperatura. En Palacio Nacional se quejan que suele arrojar más gasolina al fuego cuando el Presidente se incendia y pelea con quien se le ponga enfrente. La peor crisis de todas es esta, porque si existiera un buen manejo de la crisis, podría administrar las otras cuatro y minimizar los daños.

4.- La de credibilidad. El Presidente mantiene sus niveles de aprobación, pero las encuestas telefónicas para medir si había un acuerdo sobre su decisión de liberar a Ovidio Guzmán López, resultó negativa. Los eventos de Culiacán, de acuerdo con las encuestas, fueron conocidas por más de 90 por ciento de los mexicanos, pero la sociedad se partió en apoyos, aunque quienes reprobaron su decisión estuvieron entre el 50 y 60 por ciento de los encuestados, mientras que quienes lo apoyaron no superaron el 35 por ciento promedio. Los niveles de aprobación del Presidente se mantuvieron prácticamente sin alterarse, aunque de acuerdo con los expertos, en las mediciones nacionales cara a cara, podría notarse una reducción en el apoyo. Internacionalmente es un desastre. La percepción de derrota, debilidad, de ausencia de leyes, ha circulado por todo el mundo, con registros de prensa en ese sentido hasta en naciones muy poco interesadas en los temas mexicanos, como las africanas. El desprestigio de los mexicanos sólo es superado por la percepción negativa que, vista en primeras planas en el mundo, tiene López Obrador.

5.- La confrontación con Estados Unidos. La decisión del Presidente de liberar a Guzmán López, sin una decisión inmediata de reordenar su captura, dejó al Presidente en una ruta de confrontación con Washington. Las primeras señales se vieron la semana pasada en el Capitolio. La estrategia de no combatir a los cárteles es relativa. En secreto México colabora con Estados Unidos, pero el problema, se quejan los estadounidenses, es que ese apoyo es parcial y marginal. Esa indecisión lleva a falta de compromiso, como se quejó el gobierno estadounidense la semana pasada de López Obrador, y conducirá a un choque por incumplir con acuerdos bilaterales de combate al crimen organizado trasnacional. El Presidente no está viendo que desde que se resolvió el tema de los aranceles, el siguiente en la lista de presiones sería el de las drogas, que nunca terminó de alejarse. Culiacán les ha dado el pretexto perfecto, y será un nuevo tema en la campaña negativa en Estados Unidos.

Estas crisis encierran una serie de realidades objetivas que afrontará el Presidente. La más delicada es cómo poder recuperar el Estado de derecho, porque tiene un problema de fondo: no acepta que se ha perdido. La negación absoluta impedirá encontrar una solución a un problema que, como se vio en Culiacán, se acentuará, en buena parte por un efecto paralelo, con el Cártel Jalisco Nueva Generación y Los Zetas, enemigos del Cártel de Sinaloa, que al ver cómo operó tácticamente y su capacidad de fuego, los hará elevar la calidad de sus armas y la sofisticación de sus estrategias, convirtiendo a México en un campo de batalla de tres ejércitos irregulares de criminales, frente a un Estado que, por alguna razón cada vez más sospechosa, no los combate, salvo con prédicas, que, con todo respeto, al Presidente no le sirven para nada.