Boris Johson abandona este lunes su oficina de campaña en Londres. DAN KITWOOD GETTY IMAGES

A las doce del mediodía, hora española, se desvelará el resultado de las primarias del Partido Conservador del Reino Unido. Salvo un terremoto inesperado, queda poco margen para la sorpresa. La veterana diputada y presidenta del Comité 1922 (el grupo parlamentario de los diputados sin cartera ministerial), Cheryl Gillan, anunciará desde el centro de convenciones Queen Elizabeth II, a los pies de Westminster, que Alexander Boris de Pfeffel Johnson, conocido en todo el planeta como Boris Johnson y en el Reino Unido como Boris, es el nuevo líder de los tories. Y por la secuencia lógica de los hechos, el nuevo primer ministro británico. Aunque para eso deberá esperar unas horas.

Theresa May ha querido mantener el protocolo hasta el final, así que este miércoles acudirá al Parlamento para someterse a una última sesión de control. Será la más triste de su carrera política, pero probablemente la más fácil. Es previsible que los diputados tengan hacia ella la cortesía de la que apenas ha disfrutado en su particular potro de tortura: tres años inmersa en la pesadilla del Brexit, más preocupada en esquivar las balas euroescépticas que le enviaba su propia bancada que en responder a una oposición laborista tan desnortada como ella misma.

Una vez concluido el rito parlamentario, el coche oficial llevará, por última vez, a May hasta el número 10 de Downing Street, la residencia oficial y lugar de trabajo del primer ministro. Pronunciado un discurso de despedida, dirigido a su equipo y al pueblo británico, se encaminará al Palacio de Buckingham, donde comunicará a la reina Isabel II su renuncia. Y pasará el mal trago inevitable de recomendarle que proponga como primer ministro al político que más quebraderos de cabeza le proporcionó durante todo su mandato.

Inmediatamente después, será Johnson quien se presente ante la Monarca. Para recibir formalmente la petición de que forme un nuevo Gobierno de Su Majestad. Desde allí, directo a Downing Street, donde ya habrá a las puertas de la residencia un atril oficial para que el recién ungido dé su primer discurso como jefe del Gobierno, y comience así una montaña rusa para el propio Johnson, para los que han apostado por su candidatura con los dedos cruzados, y para los que todavía no pueden creerse que el personaje más extravagante que ha dado en décadas la política británica vaya a tener en sus manos el destino del país.

Todas las historias políticas de éxito se pintan siempre como el resultado de un destino inevitable, y la de Johnson, que de niño decía a sus padres y a sus hermanos que quería ser “el rey del mundo”, no es una excepción. Pero apenas hace un año que la ciudadanía y los políticos del Reino Unido habían vuelto a tomar en serio al exalcalde de Londres, y muchos le habían descartado de la primera línea.

Después de su importante, prácticamente decisiva, contribución en la campaña del referéndum de 2016 para que el Brexit saliera adelante, Johnson dio una espantada final cuando muchos apostaban por él para que fuera el sustituto del recién dimitido David Cameron. El mismo día en que iba a lanzar su candidatura, se retiró de la pelea. Y transmitió la sensación de que Boris, “que lo que más quiere es que le quieran”, como dicen muchos de los que le conocen bien, no tenía el temple necesario para el puesto. A ese recelo contribuyó su breve papel como ministro de Exteriores bajo el mandato de Theresa May, lleno de meteduras de pata e inconsistencias. Concluyó con la dimisión, anunciada a bombo y platillo, para protestar por el borrador de Brexit pergeñado finalmente por May en la reunión con sus ministros en Chequers, la residencia de verano de la entonces primera ministra.

Ahora se sabe que era el primer paso para recomponer su imagen y relanzar sus aspiraciones. Johnson tomó distancia de una May cada vez más abandonada por los suyos, y desde su tribuna semanal en The Daily Telegraph se convirtió en el paladín de los euroescépticos. Cuando el momento estaba lo suficientemente maduro, Boris “el excéntrico” pasó a ser Boris “la salvación”. El plan de May para abandonar la UE fue rechazado hasta en tres ocasiones en el Parlamento, y el monstruo larvado de Nigel Farage, el ultranacionalista que con su partido, el UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido) había humillado a David Cameron, resurgió con una nueva formación de nombre inevitable: el Partido del Brexit. Arrasó en los últimos comicios europeos, atrajo a muchos políticos conservadores desencantados y se convirtió en una amenaza existencial para el Partido Conservador.

El grupo de euroescépticos liderados por Jacob Rees-Mogg, desde la corriente interna tory del Grupo de Investigaciones Europeas (ERG, en sus siglas en inglés), entendió que solo Johnson, del que no se acaban de fiar y de cuyas atrabiliarias ideas ecologistas y de justicia social recelaban, era la salvación de un Brexit que se les escapaba de las manos. Desde el primer momento, el candidato ha cortejado al ala dura del partido con la promesa de que el Reino Unido saldrá de la UE en la fecha prevista, el 31 de octubre, haya o no acuerdo con Bruselas. “A vida o muerte, caiga quien caiga”, fueron las palabras con las que convenció a los pocos antieuropeos indecisos que podían quedar.

Ningún candidato en la historia de la política británica ha recaudado más dinero para una campaña interna que Johnson. A ninguno se le han perdonado más sus meteduras de pata o sus escándalos (la policía acudió a las puertas del apartamento londinense que comparte con su novia nada más comenzar el proceso de primarias, alertada por unos vecinos espantados por los gritos que se oían a través de las paredes). Ninguno ha sido capaz de levantar la moral y el ánimo de unas huestes conservadoras en estado de depresión. Su rival directo, el ministro de Exteriores, Jeremy Hunt, responsable, serio, e irremediablemente aburrido frente al “ciclón Boris”, lo ha tenido complicado desde un principio, a pesar del apoyo que recibió de todos aquellos dirigentes conservadores que conocían bien a Johnson. A Johnson le han votado sobre todo los que no le conocen. A partir del miércoles, salvo sorpresa que nadie espera, comenzarán a conocerle todos los ciudadanos británicos. Pero en esta ocasión, en un puesto en el que las ocurrencias producen consecuencias de verdad.