Willem Holleerder afuera de una Corte holandesa en 2014. ROBIN VAN LONKHUIJSEN EFE

Willem Holleeder, el gánster autóctono más famoso de Holanda y uno de los cerebros del secuestro, en 1983, de Freddy Heineken, director de la cervecera, ha sido condenado este jueves a cadena perpetua por instigar cinco asesinatos entre 2002 y 2006, incluido el de su cuñado. “Sin escrúpulos e indiferente; movido por la ambición y el poder, y ajeno a la suerte de víctimas inocentes”, según el tribunal que lo ha sentenciado, Holleeder, de 61 años, dirigió la organización criminal que dominó los bajos fondos nacionales a principios de este siglo. Tenso al principio, se ha encogido de hombros al escuchar el fallo, pero un chillido agudo e incontrolable salido de la zona para familiares de la sala de vistas, le ha devuelto a la realidad: si pierde la apelación que presentarán sus abogados alegando falta de pruebas directas en su contra, pasará 25 años en la cárcel antes de que la pena pueda ser revisada.

La trayectoria de Holleeder le ha convertido en una figura famosa y con cierto carisma en su país en el que no necesitaba ocultarse. De alguna forma, la extorsión, secuestro y control de una asociación de malhechores que figuran en sus antecedentes penales, no parecía menguar una cierta fascinación popular por el gánster de expresión dolorida.

“Si hablas con él, te acaba convenciendo de sus mentiras”, aseguró a este periódico su hermana, Astrid, que lo delató, escribió su autobiografía, titulada Judas, y vive oculta para evitar que la mande matar. El padre de ambos, llamado Wim, era empleado de la compañía Heineken y los maltrataba a todos, “incluidos Gerard y Sonja, mis otros hermanos, y mi madre”, contó el pasado febrero Astrid, desde su escondite. Unos recuerdos que tal vez influyeran a la hora de raptar a Freddy Heineken, su primer gran golpe. Holleeder lo hizo junto con Cor van Hout, el marido de Sonja, y pidieron un rescate a cambio de su liberación. Cobraron y los detuvieron –al salir se metió en el negocio de las drogas– pero la policía nunca recuperó parte del dinero. Con el secuestro, asomó ya el criminal implacable: Heineken fue atado a una cadena, junto con su chófer, Ab Doderer, en una nave industrial abandonada y los encontraron casi por casualidad, porque la celda improvisada estaba oculta y los agentes miraron al final de un registro.

En 2003, Cor van Hout fue una de las víctimas mortales del gánster, a las que no disparó él mismo, han constatado ahora los jueces. Todos los que cayeron alrededor de Holleeder eran socios o amigos, como en la película Uno de los nuestros, del director estadounidense Martin Scorsese, sobre el ascenso y caída de un grupo de delincuentes. Y todos eran nombres conocidos en los bajos fondos holandeses, o sus cercanías: Willem Endstra, un agente inmobiliario sospechoso de lavado de dinero, fue acribillado en 2004; John Mieremet, que intentó extorsionar a Endstra, lo asesinaron en 2005 en Tailandia; Kees Houtman, traficante de hachís y metido también en el negocio inmobiliario, murió el mismo día que Miremet; Thomas van der Bijl, dueño de un bar, facilitó el coche del secuestro de Freddy Heineken y acabó tiroteado en 2006 mientras pasaba el aspirador en un pub de su propiedad.

Que Holleeder figurara sin mancharse entre la maraña de conocidos luego abatidos, tiene una explicación para los jueces. Lo logró “distanciándose de la ejecución de los encargos, sembrando el miedo entre los posibles testigos y urdiendo teorías conspiratorias”, ha asegurado Frank Wieland, presidente del tribunal. “¿Qué puedo decir? El sol brilla, es cadena perpetua. Que lo pases bien, narizotas”, ha dicho la hija de Van der Bijl, que tenía 18 años cuando perdió a su padre. “Idos a pasear”, ha contestado Holleeder antes de regresar a la celda.