El 10 de marzo de 1868, el historiador Lord Acton leyó una conferencia en la Literary and Scientific Institution of Bridgenorth titulada “Surgimiento y caída del imperio mexicano”. Una versión traducida por el escritor mexicano Adolfo Castañón fue patrocinada por The Mexican Cultural Centre del Reino Unido y aparece en línea abierta digital: Tomamos la parte de su análisis de la descomposición de la clase política mexicana después de la guerra de 1847 contra los EE. UU.:

México es la excepción mas triste y más notable en medio del mejoramiento general. México es el orgullo del sistema colonial español, y el mérito por el cual fue superior al nuestro estriba en que logró preservar y civilizar parcialmente a la raza nativa…

(…) Pero en México Hernán Cortés encontró a una población numerosa y ya establecida, que se asentaba en poblaciones, que trabajaba la tierra y, aunque brillante, superficialmente civilizada…

(…) Una sociedad así constituida no podía forjar una nación. No había clase media, no había impulso a la industria, ni civilización común, ni espíritu público, ni sentido del patriotismo. No se toleraba que los indios adquirieran riqueza o conocimiento, y cada una de las clases era mantenida en la ignorancia de las otras y en un riguroso aislamiento; cuando, más adelante, los mexicanos se hicieron independientes, la dificultad estribaba no en deshacerse de las cadenas de la servidumbre sino en romper con la condición de menores de edad en que habían sido mantenidos, y en superar la incapacidad mental, la falta de espíritu de empresa, la falta de convivencia ente ellos mismos, y la ausencia de una ilustración que sólo nace en el intercambio con otras naciones. Formaron una república siguiendo el modelo de sus vecinos más afortunados, y aceptaron esos principios que son tan inflexibles en sus consecuencias como intransigentes en su aplicación. Pronto se comprobó que no había en el Estado un poder emprendedor capaz de equipararse al pesado lastre de una población semi-bárbara. La minoría inteligente era demasiado indisciplinada y estaba demasiado desmoralizada para elevar y sacudir a los millones de la raza india degradada. Los usos y costumbres de la autoridad y de la subordinación se fueron con los españoles, y la capacidad de organización no podía existir en un pueblo que nunca había aprendido a ayudarse a sí mismo. No surgió ningún hombre de carácter y entendimiento superior. Los hombres eminentes de las diversas provincias aspiraron a conservar su propio poder mediante la continuidad de la anarquía; pactaban con la autoridad central tan pronto como cambiaba de manos, y destituyeron a treinta presidentes en treinta años. No existían las condiciones necesarias para un gobierno republicano. Había la mayor desigualdad social concebible entre los terratenientes acaudalados y las masas de indios, que no eran dueños ni de la independencia mental que confiere la educación ni de la independencia material que acompaña a la propiedad. Si había democracia en el Estado, la sociedad estaba intensamente dividida.

En México, la Iglesia era el mayor terrateniente, y no había tolerancia religiosa. La Iglesia lo era de toda la nación, ella era para los nativos el único maestro de la ley moral, el canal único a través del cual el pueblo podía tener acceso a la civilización de la cristiandad. De ahí que el clero gozara de una influencia de la que no ha habido ejemplo en Europa en los últimos quinientos años, y que formara la base poderosa de una aristocracia y el más serio obstáculo para la realización del principio democrático que prevalecía nominalmente. Para establecer una democracia real, lo primero que había que hacer era reducir este inmenso y artificial influjo. Durante los últimos doce años, éste había sido el objeto constante del Partido Liberal. Para cada bando, era una guerra de principios, una lucha por la existencia en la cual resultaba imposible la conciliación y que sólo podía concluir con la ruina de una de las dos fuerzas contendientes.

Ahora, y mientras el conflicto sólo estuviese confinado a América, los liberales mexicanos no podían ser completamente derrotados, pues no podían caer ni de la indudable simpatía popular ni ignorar los recursos de los Estados Unidos. Tarde o temprano, el fin llegaría, se confiscarían todas esas tierras en manos muertas, y se daría la caída de los conservadores. Su única esperanza podía venir de la ayuda de Europa, y del establecimiento de una monarquía bajo la protección extranjera. Mucho antes de que el antagonismo llegara a ser tan definitivo y extremo, había empezado a ganar terreno la idea de que una monarquía era la única forma de gobierno que podía adaptarse al carácter de la sociedad mexicana, la única capaz de detener su decadencia; y el monarca había de ser el cabecilla de un partido, tenía que ser un príncipe europeo.

Política para dummies: La política la definen las circunstancias, aunque no siempre es lo deseable.

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