Cómo ha pasado el tiempo. Chernóbil es, otra vez, noticia: Serie de televisión, películas y reportajes; hasta hay tours turísticos al lugar donde hubo una tragedia.

En 1,987 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) comenzaba a descorrer, con la Perestroika, la Cortina de Hierro, aquella que le había mantenido aislada del mundo por décadas.

Un pequeño grupo de periodistas mexicanos, de entre los que me contaba, fuimos invitados para conocer las maravillas que estaban ocurriendo en ese ignoto territorio que, por su enorme extensión, ocupaba siete husos horarios. La “democracia” estaba llegando.

El viaje incluía una estancia en la ciudad de Kiev, para demostrar al mundo que cualquier mortal podía visitarla sin contaminarse con la radioactividad emitida, un año antes, el 26 de abril de 1986, durante la explosión de la central nucleoeléctrica de Chernóbil.

Después de la visita a Moscú y a la bellísima ciudad de Súzdal, se inició la que sería a Kiev; sólo que, en esta ocasión, el avión se siguió de filo hasta la capital de la república socialista de Georgia, Tiblisi, donde nos distrajeron con centenarios castillos que algún día impidieron la entrada de turcos y armenios. Al parecer, las autoridades soviéticas no consideraron prudente arriesgar a periodistas extranjeros en la gran bronca en que estaban metidos

El socialismo estaba en contra de las costumbres burguesas de dar asientos a los pasajeros en los aviones Túpolev, de la empresa Aeroflot, por lo que, como en los microbuses mexicanos tuvimos que asaltar materialmente la nave; los asientos estaban tan juntos uno de otro, que se viajaba como un perico, pues más comodidad se consideraba otra costumbre burguesa.

De Tiblisi, viajamos a la ciudad de Leningrado (nombre heroico, a diferencia del aburguesado San Petersburgo) Fueron más de seis horas de vuelo; uno de los periodistas mexicanos, de piernas largas, Arturo González, de El Heraldo, tuvo que realizar el viaje de pie casi en su totalidad. Un sobrecargo ofrecía amablemente agua a los viajeros –lo único que dieron- y para ello llevaba una jarra de plástico bastante deteriorada y un vaso del mismo material. José Luis Aguilar (a) Spasiva, aceptó la invitación y tomó calmadamente el líquido. La azafata, impaciente, tamborileaba los dedos, hasta que tuve que decirle: “Que te apures baboso, no ves que es el único vaso para todo el pasaje”.

Leningrado es, tal vez, una de las ciudades más bellas de las visitadas a lo largo de mi vida. Su nombre, además, está ligado a su heroicidad: más de un millón y medio de muertos durante un sitio de más de 29 meses impuesto por los nazis. Allí, la visita al Hermitage y al palacio de Catalina, en Petrogrado, fueron lugares obligados.

En Moscú, mientras la guía hacia la fila para ver la momia de Lenin, José Luis y yo dimos una vuelta por los alrededores de Kremlin. En uno de los jardines había una máquina expendedora de un refresco parecido al root beer norteamericano. Mientras le explicaba a Spasiva que los rusos habían perfeccionado un método para esterilizar el vaso único, una joven, muy atractiva y con un bello atuendo de Afganistán, Turkmenistán, Uzbekistán o Tayikistán, sacó unos Kopeks, los introdujo a la máquina, y le entregó el vaso; pero después de su experiencia en el avión, cortésmente me lo pasó.

En la ex Unión Soviética comentaron que, si bien la emisión de radioactividad en Chernóbil había sido controlada con un escudo de concreto, las nubes de la explosión original habían contaminado la producción de alimentos en Europa del sur, especialmente los lácteos.

Al regreso a la ciudad de México –octubre de 1987- apareció una noticia en el sentido de que Raúl Salinas de Gortari había comprado a precio de regalo cerca de 17 mil toneladas de leche en polvo contaminada con estroncio 90 y cesio 137; además de quesos y mantequilla que ningún país aceptó. El mismo Raúl vendió a mucho mayor precio ese producto a Liconsa, empresa dependiente de la CONASUPO de la que, casualmente, él era director.

Poco tiempo después, en una película nacional, se hizo la parodia sobre la adquisición y distribución de esta leche contaminada. Como siempre, los mexicanos, nos reímos mucho. El nuestro, sigue siendo un país de cínicos; el paraíso del aquí no pasa nada.

A más de 30 años de haber consumido esa leche, cuántos mexicanos murieron después de haberles aparecido un cáncer, o cualquier otra secuela de esa avaricia. Por eso, cuando alguna chica me pregunta: ¿Y a qué hora vas a la leche? Respondo: Nunca voy a la leche, y menos a la Conasupo.