La evocación de lugares, personas, voces o acordes musicales que traen las películas del muy ayer permiten, a quien vivió esas épocas o las vio en cine clubes, tocar el fondo de arena en el mar de los recuerdos.

La figura de Andrea Palma apoyada lánguidamente en el quicio de una puerta mientras Lina Boytler canta “vendo placer a los hombres que vienen del mar…” nos lleva a lugares exóticos que nunca conocimos y que vimos sólo a través de los claroscuros del celuloide que confunden sombras, luces mortecinas y niebla que se mezclan con el humo del cigarrillo. Dirigida por Arcady Boytler con la fotografía de Alex Phillips y las fotos fijas a cargo Gabriel Figueroa, es considerada por muchos una de las joyas de la cinematografía mexicana, inclusive a nivel internacional.

Rosario, una joven campesina se entrega por amor a su novio, quien le engaña con otra. Ella, burlada, huye de Córdoba al puerto de Veracruz donde se convierte en prostituta. Una noche, Rosario conoce a Alberto (Domingo Soler) del cual queda prendada -un marino que la defiende de un borracho-. Después de una noche de amor, entre ese sudor que destila el sexo y el trópico mexicano, el destino les revela una cruel sorpresa (*)

Después de “Santa” (1931) también una prostituta, vino “La mujer del puerto” (1934) que dio el arranque a una serie de cintas que nos llevaron a “Callejera”, “La mujer de nadie”, “Perdida” “Buganvilia” “Aventurera” (vendes caro tu amor) terminando con “El callejón de los milagros” (con Salma Hayek) ¿Mujeres de la vida fácil? Para nada, supone Norma Laura.

Vistas con ojos de recelo, de miedo, de respeto, y en ocasiones, de envidia por otras mujeres, ellas han sido el campo de entrenamiento de muchos jóvenes e inspiración de compositores de todos los tiempos. Canciones de reproche, de amor, de despecho, de… lástima, han sido interpretadas por cancioneros y cantantes de toda talla.

La historia ha vomitado toneladas de tinta y kilómetros de papel con la vida de placeres y desdicha de estas mujeres, calificadas de cortesana, meretriz, puta, de la vida galante, prostituta, piruja, talonera, tacón dorado y tantos más calificativos. Desde las que tienen pedigrí (recordemos Belle de Jour, protagonizada por Catherine Deneuve y Jean Sorel) pasando por las modositas empleadas de tiendas departamentales u oficinistas que así completan el “gasto”, hasta las que se convierten en deshechos de la humanidad.

El México del reportero bohemio (60’s y 70’s) –aquel que sin alcohol era como una flor sin aroma—me remite a lugares como el Bach, en los sótanos del centro de la ciudad capital, donde escuchaba “A mi manera” que la pianista comenzaba a tocar no bien traspasaba la escalinata. “El Chicote”, el sacaborrachos del lugar, corría presuroso a desocupar la mejor mesa. Siempre solitario, invitaba a las muchachas o a los amigos que se me acercaban. El “Tigre”, mi voluntario guardaespaldas (motivo de otra historia) desde lejos esperaba le llegara el refresco y la torta que le enviaba.

Rosario (que después supe que se llamaba Laura Luz) se me acercó, con cara de no haber agarrado cliente en toda la noche, a solicitar un cigarrillo. “Mañana es cumpleaños de mi hija” dijo con voz casi implorante.

Yo había aprendido, desde joven, a ser compasivo con la gente quebrantada por el río ciego de la vida.

Pensativo, pedí mi auto al “Chicote” y salí en busca de algo, acompañado por el “Tigre”.

Poco rato después regresé y me dirigí a Rosario.

“Ya liberé tu salida, vámonos, te voy a dar un ‘aventón’ a tu casa” al tiempo que, imperativo, le agarraba de la muñeca a la chica.

Al llegar a ese destino, casi sincronizado con la salida del sol, abrí la cajuela y le entregué una piñata con todo lo necesario para la fiesta infantil.

¿No pasas? me preguntó.

Mejor prepara la fiesta de la niña…-respondí secamente antes de retirarme.

A partir de esa fecha, en los antros, cuando los antros eran eso: antros, las puchachas cuchicheaban: ¿Ese es el de la piñata?

Recuerdos que me llegaron mientras leía “Memoria de mis putas tristes”, de Gabriel García Márquez.