La letra impresa nos ha acompañado desde casi mediados del segundo sexenio de este relato que abarca los 15 lustros transcurridos entre 1944 y 2019. Del Silabario de san Miguel, del que sólo sabrán ahora nuestros compañeros del Inapam, brincan nuestros recuerdos al Libro de oro de los niños, obsequio navideño con dedicatoria impresa de los abuelos en 1948, y de nosotros a nuestros nietos más de 12 lustros después (2010).

Más adelante, en la era del furibundo macartismo anticomunista (¿será pleonasmo?), leímos tanto una revista que enviaba al abuelo la Embajada de Estados Unidos, como las historietas de Walt Disney -no tan inocentes según el libro de Dorfman y Mattelart, Para leer al pato Donald- y otros tebeos a que se refiere Umberto Eco en uno de sus libros, como El ratón Mickey, periodista, editado en 1946.

Disfrutamos además de versiones infantiles de novelas decimonónicas -Salgari, Verne, Dumas, etcétera- o tomadas de las historias de Las mil y una noches, varias de las cuales leímos completas después. Los domingos no nos faltaba -mientras vivió el abuelo- la sección de muñequitos de Excélsior.

En aquellos tiempos todavía pasaban por Tacubaya los pregoneros surgidos en la época novohispana; eran vendedores de chichicuilotes, camotes, guajolotes. También iban los aboneros con su mercancía -ropa- sobre un hombro; pasaban a vender perfumes, globos, azucarillos, gelatinas (les decíamos “jaletinas”), y la fauna callejera se componía de perros, un oso viejo que bailaba al son del pandero, y una burra que ordeñaban afuera de la casa y nos daban su leche como cura de alguna de las enfermedades padecidas al parecer a los cuatro años: varicela, sarampión, tosferina y hepatitis.

Había muchas misceláneas y una “moderna“ tienda 1-2-3; también pulquerías y un café de chinos con un televisor donde -a finales del segundo lustro- vimos la Carrera Panamericana que se canceló por sangrienta en el sexenio de Ruiz Cortines (1954), como ahora nos privan, por costoso, del Gran Premio de México, al cabo de cinco años en ambos casos.

En ese y muchos otros aspectos fue memorable el sexenio de Adolfo López Mateos: él impulsó la llegada de la Fórmula Uno a México, a la par que disponía que los libros de texto de primaria fueran únicos, obligatorios y gratuitos, no sin ruidosas protestas de los editores y del opositor Partido Acción Nacional (PAN).

Muy cerca de casa estaba el cine Unión, donde exhibían películas mexicanas tal vez de la llamada “época de oro”, sobre temas campiranos con sombrerudos a caballo, empistolados, enamorados (ya muy mayorcitos) y borrachos, y otras de tipo urbano con rumberas, bandoleros, coches, vecindades y pobreza. Íbamos los viernes. Y por las noches, desde el patio de la casa aprendimos a conocer por sus nombres y posiciones lo que ya no se ve en los cielos de la capital: las estrellas, las constelaciones. También nos emocionaron y despertaron temprano interés por las ciencias, las estrellas fugaces y las lluvias de estrellas, lo mismo que los ‘canales’ de Marte que vieron los astrónomos Schiaparelli y Lowell.

Por esas calles de nuestra infancia tenían su terminal los camiones que llamaban “postergados” quién sabe por qué, y que iban de Tacubaya a la Villa de Guadalupe, unos por la ruta de Tacuba y cruzaban por la actual segunda sección del bosque de Chapultepec, y otros por la vía de San Juan de Letrán, esa avenida que, junto con su continuación, Niño Perdido, se llama Eje Central Lázaro Cárdenas desde el sexenio de José López Portillo.

Chapultepec, por cierto, fue el lugar de nuestros paseos dominicales de la mano del abuelo, quien había sido teniente coronel durante la Revolución. Ahí nos hizo una silueta de perfil un señor de nombre Francisco Paz y Puente, que a eso se dedicaba. Otro destino dominical era Chimalistac, donde supimos desde entonces de un escritor llamado Federico Gamboa, aunque de su famosa novela Santa sólo conocimos entonces el título y no el pícaro argumento. Antes del paseo íbamos a misa en la parroquia de la colonia San Miguel Chapultepec, donde el recuerdo más remoto es de cuando, en brazos del abuelo y él de pie porque las bancas se habían llenado, nos dijo cuando tocaban el órgano y tal vez cantaban algo en latín: “Aquí también hay música, pero es de otro tipo”.

En el sexenio de Miguel Alemán se terminó de construir la Ciudad Universitaria. En sus jardines fue colocada una estatua de ese presidente, que lustros después sufrió dos atentados y desapareció. Fuimos a conocer ese campus aún inconcluso en un tranvía -transporte favorito del abuelo- que abordamos frente al edificio Hipódromo donde antes estuvo una inmensa propiedad del yerno de Porfirio Díaz. Tenía un enorme anuncio luminoso del calzado Canadá, que luego fue cambiado por el de la Coca Cola. Esa mansión fue fragmentada y sólo quedó la Fundación Mier, en cuya esquina de avenida Jalisco y Antonio Maceo, casi frente al cine Ermita, cada diciembre colocaban en el jardín con vistas a la calle un gran Nacimiento, pero que nada le pedía al que poníamos en el patio de la casa, con muchas ramas, musgo, heno, faroles, serpentinas y foquitos.

El recorrido hacia CU era por las avenidas Revolución y Mixcoac cuando los rieles estaban sobre montículos de tierra, y abajo, a los lados, las calles para el transporte de gasolina. También íbamos -no siempre en tranvía sino en camiones de la ruta Colonias Urbanas- a San Pedro de los Pinos, donde vivía la bisabuela Teresita cerca del que fue domicilio de nuestro hoy colega y amigo Carlos Ravelo Galindo, con quien compartimos recuerdos de aquellos rumbos. En uno de esos autobuses vimos una vez al sargento Manuel de la Rosa, un militar veterano de la guerra de Intervención que habría nacido en 1839 y aún andaba solo en la calle.

En el sexenio de Ruiz Cortines fuimos a las primarias ‘Luis Vives’ y ‘República de Costa Rica’ (ésta, frente al ‘árbol bendito’ y con festivales en su estupendo auditorio al aire libre animados por artistas de la ANDA pues era compañera nuestra Sonia, la sobrina de Pedro Infante).

El Instituto ‘Luis Vives’, básicamente para hijos de antiguos refugiados españoles, estaba en la esquina de Observatorio y Parque Lira, separada solamente por el mercado de Cartagena de la Academia Militarizada México en la que pretendía inscribirnos después el abuelo, pero su enfermedad le impidió hacerlo. Supimos que le pedía a Dios vivir al menos dos lustros más para dejarnos ya mayores, y una noche, él ya fallecido, lo vimos de pie y observándonos en el pasillo que había entre la cocina y el comedor de la casa que había construido en 1923, mismo año en que hizo la suya el coronel abuelo del escritor Gabriel García Márquez. Ambos vivimos con nuestros respectivos abuelos militares.

De manera que terminamos la primaria en la escuela ‘Costa Rica’ ya mencionada y luego la secundaria en la tres matutina, ‘Héroes de Chapultepec’. Tres recuerdos más de la primaria: 1) al terminarla -cuando faltaban dos años para que concluyera el sexenio de Ruiz Cortines- nos llevaron por segunda vez al Registro Civil de donde salimos ya con dos apellidos porque sólo teníamos el materno; 2) al grupo de niños que salíamos de sexto (las niñas estaban aparte) nos hicieron un desayuno en la llamada Casa Amarilla, y 3) en ese plantel del que era directora la maestra María Elena Escarza y conserje un señor de apellido Meza, aprendimos el Himno Nacional Mexicano con todas sus estrofas, incluidas las que le quitó en su sexenio Miguel de la Madrid porque mencionaban a Agustín de Iturbide y a Antonio López de Santa Anna.

En la Casa Amarilla -hoy sede de la alcaldía Miguel Hidalgo y próxima a convertirse en museo- vivía Edmundo Victoria, un compañero de la primaria e hijo del director de la Casa Hogar para Varones que ahí existió, y era jefe de la imprenta del lugar el padre de otro condiscípulo de apellidos Díaz Díaz. Separado por una angosta calle empedrada estaba el Parque Lira, que un día fue abierto al público y lo visitamos varias veces. Al poniente estaba la estación Tacubaya del ferrocarril que iba de México a Cuernavaca.

Se avecinaba un nuevo sexenio: el de Adolfo López Mateos, durante el cual hicimos anticipadamente el servicio militar al cumplir tres lustros, y pudimos ver a ese presidente durante la jura de bandera en la Plaza de la Constitución. Y volvimos a verlo cuando, ya reporteros al cabo de cuatro décadas y tres sexenios, cubrimos sus últimas actividades como gobernante.

Este relato concluirá.