Peter Jackson (Nueva Zelanda, 1961) era un niño cuando los Beatles se separaron. Pero eso no le impidió convertirse en un coleccionista obsesivo en años posteriores, adquiriendo abundante material pirata del grupo inglés. Una de sus posesiones más preciadas era una cinta VHS con descartes de la película Let it be. Para Jackson, aquellas imágenes desvaídas supusieron una revelación: más allá de las miserias inmortalizadas en el documental, allí aparecía una banda creando música gustosamente, incluso arropando las improvisaciones vocales de Yoko Ono.
Ahora, gracias al aura que proporciona el éxito de sus adaptaciones de El señor de los anillos, el neozelandés ha conseguido el encargo de su vida: usando tecnología digital, va a restaurar todo el material filmado para Let it be (hay 55 horas inéditas) para rehacer una historia que ahora tendrá final feliz. O al menos un mensaje positivo: tal es la esperanza de Apple Corps, la empresa de Paul McCartney y Ringo Starr, los dos Beatles supervivientes, y esas dos viudas ferozmente comprometidas con el legado de John Lennon y George Harrison.
Aquella fue una idea desafortunada. Fruto de las mejores intenciones, desde luego: consciente de que el cuarteto estaba en una dinámica centrífuga, Paul McCartney propuso reanimar la ilusión organizando un concierto único, tal vez en un anfiteatro romano de Túnez. El lema era regresar (Get back fue el nombre inicial del proyecto) a sus orígenes: cuatro tipos tocando en antros de Hamburgo y Liverpool, recuperando sus raíces de rock and roll y rhythm & blues. De alguna manera, coincidía con el viaje al pasado de Bob Dylan y sus músicos, The Band, emprendido en las montañas de Woodstock.
Dado que su mánager, Brian Epstein, había fallecido en 1967, no había una voz con autoridad que planteara los inconvenientes. Que necesitaban descansar, tras la elaboración del monumental álbum blanco, publicado un mes antes. Que no habían podido reponer la despensa de las canciones nuevas. Que no era prudente reconstituir un grupo ante la mirada de las cámaras.
En principio, nadie puso pegas a que el equipo del cineasta Michael Lindsay-Hogg filmara los ensayos y el resultante concierto triunfal. Había un elemento de narcisismo, obvio, pero también respondía a la muy meditada explotación mediática de todas sus ocurrencias. Lindsay-Hogg realizaría un programa televisivo, Beatles at work, que funcionaría como promoción del disco resultante. Luego, aquello se transformaría en un largometraje.
Metieron la pata. Empezaron a ensayar en los estudios cinematográficos de Twickenham, fríos en todos los sentidos. A partir del 2 de enero de 1969, se plegaron al horario del cine, que comienza a trabajar de buena mañana (los músicos prefieren la tarde y la noche). También aceptaron los magnetófonos de rodaje, en vez de los sofisticados aparatos con los que grababan en Abbey Road. Para más inri, prescindieron de George Martin, poniendo al cargo a Glyn Johns, entonces un simple ingeniero de sonido.
Ellos lo intentaron, oiga. Recibieron diplomáticamente a Yoko, que solía responder a preguntas lanzadas a John (y daba consejos musicales, a pesar de su reconocida ignorancia de todo lo referente al rock). Pero la cuerda se rompió por la parte más susceptible: Harrison, herido por comentarios de McCartney, se marchó el 10 de enero y no volvió hasta el 15, cuando se decidió levantar el campamento y pasar a la grabación del hipotético disco.
Iban a estrenar su propio estudio, en el sótano del edificio de Apple, construido por Alexis Mardas, el supuesto genio electrónico de la compañía. No sabían que el llamado Magic Alex era un fantasmón, incapaz de materializar sus visiones (también estafaría al futuro rey Juan Carlos, si eso sirve de consuelo). Mardas les había prometido grabar en 72 pistas, cuando los grandes estudios usaban 4 u 8 pistas. Pero su instalación no funcionó y, a toda prisa, hubo que remodelar el espacio e instalar máquinas cedidas por EMI, con el sufrido George Martin echando una mano.
John Lennon y su esposa Yoko Ono en Londres en abril de 1969.
John Lennon y su esposa Yoko Ono en Londres en abril de 1969. CORDON PRESS
Resulta milagroso que, a pesar de todo, se recompusieran y grabaran música. Con un quinto miembro: George invitó al teclista estadounidense Billy Preston, tanto por sus habilidades musicales como para que sirviera de parachoques entre tantos egos sensibles. Preston también participaría en lo que sería el clímax del documental: un concierto en la azotea de Apple. Ya se había desechado lo de tocar en Túnez: Ringo tenía compromisos como actor y Harrison directamente se negaba a viajar; Lennon y Ono andaban flirteando con la heroína.
Para hacerse una idea del deterioro de sus relaciones: cuando McCartney se casó con Linda Eastman, no acudió ninguno de sus compañeros, que hacían chistes malos con el famoso rumor de que Paul había muerto. Inasequible al desaliento, McCartney logró reunir a la banda, que se embarcó a finales de febrero en otro nuevo disco. Aunque probaron con otros estudios (Trident, Olympic) y un diferente productor (Chris Thomas), George Martin se ocuparía finalmente de su canto de ciste, el soberbio Abbey Road.
Let it be quedó como el patito feo: nadie sentía entusiasmo por el resultado pero urgía rentabilizarlo. Se encargaron mezclas a Glyn Johns, rechazadas sin comentarios. Fue puesto finalmente a punto por un productor histórico, Phil Spector, que añadió unos coros y orquestaciones que Paul detestó, reafirmando su decisión de abandonar a los Beatles. ¿Y la película? Reducida drásticamente, de 210 a 88 minutos, se estrenó en mayo de 1970, aunque ninguno de los cuatro protagonistas estuvo presente. La acogida fue tibia. Con una excepción: Hollywood, en su infinita sabiduría, le otorgó el Oscar como la mejor banda sonora del año.
CUATRO MÚSICOS EN NÚMEROS ROJOS
La actividad frenética de los Beatles también tenía un acicate extra. Uno de sus contables, Stephen Maltz, les envió una carta con noticias devastadoras: habían gastado por encima de sus posibilidades, debían importantes cantidades en impuestos. Enfrentados a lo que Maltz definía como “desastrosas finanzas”, buscaron un mánager que les sacara del atolladero. Descubrieron que figuras del establishment estaban dispuestas a ayudarlos, desde Richard Beeching, el “salvador” de la red de ferrocarriles británicos, a Lord Poole, asesor económico de Isabel II. Pero preferían alguien del negocio musical estadounidense. Paul lo tenía claro: el padre y el hermano de su flamante esposa, Lee y John Eastman, que habían hecho una fortuna en publishing (gestión de los derechos de canciones). Una solución inaceptable para sus compañeros, ya que reforzaba el poder de Paul. Ellos impusieron a Allen Klein, un disquero duro y de dudosa reputación. Ahí fue cuando McCartney rompió la baraja.