El presidente Donald Trump, ante la entrada al Capitolio. CHIP SOMODEVILLA AFP

El muro de Trump pasará a la historia como un prodigio del marketing político, y un paradigma de los peligros que entraña llevarlo hasta sus últimas consecuencias. La idea se fraguó en la excéntrica corte de asesores del magnate inmobiliario, cuando este empezaba su carrera presidencial allá por 2014. La indisciplina del candidato, incapaz de ceñirse a un guion, llevó a sus consejeros a buscar un eslogan para asegurarse de que hablara de inmigración, un asunto que habían identificado como el caballo ganador que le llevaría a la Casa Blanca.

Así lo recordaba Sam Nunberg, uno de los asesores del candidato, en The New York Times. “¿Cómo podemos conseguir que siga hablando de inmigración?”, asegura que le preguntó a Roger Stone, otro asesor. “Vamos a hacer que hable de que va a construir un muro”, decidieron.

La idea funcionó. Encajaba a la perfección con la personalidad del candidato, partidario de los mensajes sencillos, y apelaba al constructor que lleva dentro. ”Creo que escucha el bip, bip, bip de un camión hormigonera dando marcha atrás, el producto siendo vertido y el muro creciendo, y no puede resistirlo. Lo ama”, defendía en el mismo diario Michael D’Antonio, periodista y biógrafo de Trump.

El candidato hizo suyo el eslogan, y este se convirtió en el cable que lo conectó con sus votantes. En auditorios de todo el país, Trump era recibido al grito de “¡Construye el muro!”. “Si la cosa se pone un poco aburrida, si la gente empieza como a pensar en irse, sencillamente le digo al público: ‘¡Vamos a construir el muro!’, y se vuelven locos”, llegó a reconocer el todavía candidato en un encuentro con el consejo editorial de The New York Times en 2016.

El problema es que Trump ganó las elecciones y sus acólitos no se quitaron las camisetas del muro. El presidente, que no ha logrado ampliar su espectro de votantes en estos dos años, necesita mantener en guardia a sus bases. Y nada las moviliza más que el muro.

“Al principio era solo una imagen que hablaba de seguridad fronteriza, pero pronto se convirtió en un eficaz símbolo de la necesidad de luchar contra la inmigración, el comercio, el terrorismo… de frenar la globalización y hacer frente a todos sus males. El problema es que Trump ha terminado completamente atado a un muro que empezó como una poderosa pieza de simbolismo”, opina Andrew Selee, presidente del Instituto de Política Migratoria, un think tank.

Sucede que los demócratas lograron la mayoría en la Cámara de Representantes, y el país inicia ahora un nueva etapa de poder compartido. No financiar el muro, para los demócratas, es un símbolo de resistencia. Así, el pulso ha desencadenado un cierre parcial del Gobierno que va camino de convertirse en el más largo desde 1980. Este mismo miércoles, el presidente ha abandonado repentinamente una nueva reunión con los líderes demócratas del Congreso para tratar de encontrar de una salida, encuentro que definió como “una pérdida total de tiempo”. Tras cuatro años arengando sobre el tema, el presidente está atrapado en una trampa que él mismo colocó.

El muro se ha convertido en el elemento definitorio de la presidencia de Trump, y lo llamativo es que ni siquiera el sector duro lo ve como la prioridad en la lucha contra la inmigración. “Incluso los más radicales entienden que la construcción de un muro, con la enorme inversión que requiere, no frenaría la inmigración con la misma eficacia que otras medidas. La prioridad para ellos es prevenir que los inmigrantes entren en el sistema legal”, defiende David Bier, analista de política migratoria en el instituto Cato.

Además, advierte Bier, para poner fin al cierre del Gobierno y poder proclamarse vencedor, su órdago con el muro “podría obligar al presidente a realizar concesiones en otros terrenos que sí consideran prioritarios”. Por ejemplo, regularizar la situación legal de aquellos inmigrantes indocumentados que llegaron al país siendo niños, conocidos como dreamers, una petición reiterada de los demócratas.

El presidente, como quedó claro en su mensaje a la nación del martes, justifica ahora su solicitud de financiación para el muro alegando “una crisis humanitaria y de seguridad”. Una crisis, dijo, “del corazón y del alma”. Y mantiene la amenaza de declarar una “emergencia nacional” para construir el muro.

Habla de crímenes cometidos por inmigrantes indocumentados, de un flujo de terroristas y de drogas, que provoca la epidemia de opiáceos que sufre el país. Todo ello con endeble base factual: ni los inmigrantes indocumentados cometen más crímenes que los nacionales, ni hay rastro de terroristas que se cuelen por la frontera, ni el grueso de los opiáceos son introducidos por las personas que cruzan ilegalmente.

Cuando el presidente empezó a hablar del muro, la inmigración ilegal estaba en su nivel más bajo en casi medio siglo. Hoy, en cambio, sí está más justificado hablar de crisis: la llegada masiva de familias que piden asilo, combinada con la exigencia del Gobierno de que permanezcan recluidas hasta que se resuelva su solicitud, ha saturado los centros de acogida.

“Los números de detenciones en la frontera siguen estables desde 2014, lo que ha cambiado es que cada vez vienen más menores y familias, y más centroamericanos y menos mexicanos. El mexicano que cruzaba solía ser un individuo solo, los centroamericanos tienden a venir en familias. En noviembre hubo más guatemaltecos detenidos en la frontera que mexicanos. Algo llamativo, teniendo en cuenta que se trata de un país a miles de kilómetros de distancia y con 16 millones de habitantes, comparados con los 130 millones de México ”, explica Selee. “Pero lo cierto es que la mayoría de indocumentados no entra cruzando ilegalmente, sino que vienen legalmente y se quedan más tiempo del permitido. Por eso el muro es una solución del siglo XX para un problema del siglo XXI”, concluye.