Marcelo Ebrard

Sin aspavientos, con la cautela de un político florentino, Marcelo Ebrard ha ido avanzando y conquistando terreno en el traicionero laberinto donde se mueven los distintos equipos del presidente Andrés Manuel López Obrador. Personaje para observar y seguir, Ebrard ha cuidado las formas con el presidente, sabedor de lo difícil que es contraponerse a sus ideas, y lo fácil que es que los mande a hibernar por largas temporadas porque cuestionan sus decisiones. Al mismo tiempo, ha ido acomodándose dentro de un equipo por años homogéneo y poco refractario a quienes no han sido parte del kitchen cabinet de López Obrador, y donde algunos cercanos en la vieja izquierda social lo ven con suspicacia.

Ebrard ha trabajado para revertir las intrigas palaciegas del lopezobradorismo, a partir de la discreción, paciencia y resultados. Lo último fue el alto número de dignatarios que asistieron a la toma de posesión de López Obrador, y la forma como negoció con Estados Unidos y Venezuela para evitar que pasaran por situaciones incómodas o de potencial confrontación. Con el presidente Nicolás Maduro, la negociación fue directa. Era invitado oficial, como jefe de Estado de un gobierno con quien se tiene relaciones diplomáticas, pero lo encapsularon para garantizar su seguridad y limitar su exposición pública.

Maduro voló a la Ciudad de México aceptando que su avión tocaría tierra ya en marcha la ceremonia de toma de posesión, con lo cual se construía la explicación que había llegado tarde. Con la delegación estadounidense, con cuyo gobierno se están cultivando relaciones más intensas y dispuestas a todo, como no se veía hace mucho tiempo, la negociación fue que toda la comitiva, de un centenar de personas, tendría espacio en el restringido lote de butacas dentro de San Lázaro, pero que el vicepresidente, Mike Pence, los secretarios de Seguridad Interna, Kirstjen NIelsen, y Energía, Rick Perry, así como la hija del jefe de la Casa Blanca, Ivanka Trump, no irían a la comida que ofrecería el presidente a los dignatarios, sino que tomarían el avión de regreso a Washington, sin cruzarse con Maduro. Salió perfecto, y el costo político de la invitación a Maduro se minimizó.

López Obrador le ha dado manga ancha a Ebrard para mover la Secretaría de Relaciones Exteriores de acuerdo con los intereses estratégicos que concibe para la nueva administración, y él ha operado de forma inteligente. Por ejemplo, esperó hasta el último momento el acuerdo con el presidente electo para designar subsecretarios, y logró que López Obrador le mantuviera, como a ningún otro civil, toda la estructura de gobiernos previos sin imponerle a ninguno de los principales cuadros. Además, fue el único secretario que nombró a su equipo de administración, sin que el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, designara a alguien de su confianza, como hizo en las demás dependencias civiles.

Ebrard ha ido ganando terreno con López Obrador, acelerado al haber sido quien le tradujo lo que se estaba negociando en Washington con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, luego de tejer una buena relación profesional con su antecesor, Luis Videgaray, con quien tenía recelos porque creía que, como secretario de Hacienda, había impulsado la investigación federal en su contra, que lo forzó a un autoexilio. Aunque un amigo en común le explicó a Ebrard que no había sido Videgaray, sino otros funcionarios en el gabinete político del expresidente Enrique Peña Nieto quienes querían llevarlo a la cárcel, la desconfianza del hoy canciller nunca desapareció. Sin embargo, su relación fluida ayudó enormemente en los momentos críticos de las negociaciones, al ser el puente con López Obrador y su emisario, para que los mensajes del entonces presidente electo llegaran a la mesa de los negociadores y se incorporaran en la redacción del acuerdo final.

La audacia política de designar a Jesús Seade, subsecretario para América del Norte, luego de que había rechazado una subsecretaría en Economía, busca perfilarlo para llevar la relación directa cotidiana con la Casa Blanca y el Departamento de Estado, con lo cual pretende neutralizar a la única imposición, Martha Bárcena, diplomática de carrera ampliamente respetada en el Servicio Exterior, como embajadora en Washington, y a quien relegará para atender únicamente los asuntos consulares de protección a migrantes mexicanos. No tenerla de aliada puede ser el único error de Ebrard, al ser la experimentada embajadora, tía política de Beatriz Gutiérrez Müller, la influyente esposa de López Obrador.

Ebrard ha tomado la experiencia de Videgaray en el gabinete de Enrique Peña Nieto, aprovechar su peso dentro del gabinete y experiencia política, para modificar políticas en otras áreas que pudieran afectar la relación bilateral con Estados Unidos. Sus entrevistas con el secretario de Estado, Mike Pompeo, donde se habló de que México mantuviera en su territorio a centroamericanos que esperan asilo político en Estados Unidos, que modifica las políticas de ambos países en beneficio de Washington –ni siquiera construyeron albergues para los centroamericanos en territorio estadounidense–, y la creciente relación con Nielsen en el mismo contexto, lo colocó por arriba de los secretarios de Gobernación y Seguridad, Olga Sánchez Cordero y Alfonso Durazo, invadiendo sus áreas de competencia para alinear esas políticas a los intereses estratégicos de López Obrador.

Esos intereses están perfectamente claros. Sabedor el presidente López Obrador de que una mala relación con el presidente Donald Trump es lo único que puede generarle serios problemas para llevar adelante su proyecto de nación, no quiere que nada pueda provocarlos. Esa es la encomienda a Ebrard, que entre más la cumpla, mayor fuerza acumulará dentro del gabinete presidencial, como ha sido hasta ahora.