El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su esposa, Begoña Gómez, escuchan al historiador cubano, Eusebio Leal (segundo por la derecha), junto al presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, y su esposa, Lis Cuesta Peraza, mientras recorren las calles de La Habana el 23 de noviembre. YANDER ZAMORA EFE

Después de los viajes de Suárez (1978) y Felipe González (1986), y de la delirante visita no oficial de Aznar y el Rey Juan Carlos I en 1999, llegó a Cuba Pedro Sánchez y mandó a parar. Hacía 32 años que un presidente español no visitaba la isla de modo oficial, y Sánchez dijo que ya estaba bien de tonterías, que era demasiado tiempo de abandono institucional e incomunicación con un país tan vinculado a España. La visita fue fugaz, apenas 24 horas, pero tuvo su enjundia, aunque muchos lo dudaban.

Justo antes de aterrizar, el historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, consideró el viaje un “gesto de amistad” y afirmó que su presencia era importante porque “España no debía perder Cuba por segunda vez”. Mencionó Leal las palabras de Máximo Gómez, el jefe militar de las tropas mambisas, después de que la metrópoli entregó en 1899 la soberanía de la isla a Estados Unidos: “Tristes se han ido ellos y tristes hemos quedado nosotros, porque un poder extranjero los ha sustituido. Yo soñaba con la paz de España, yo esperaba despedir con respeto a los valientes soldados españoles (…) pero los americanos han amargado con su tutela impuesta por la fuerza la alegría de los cubanos vencedores, y no supieron endulzar la pena de los vencidos”. Ahí empezó a torcerse la cosa.

Con esas palabras flotando en el Palacio de los Capitanes Generales comenzó el paseo por La Habana Vieja, el mismo que hicieron los anteriores presidentes españoles, aunque en esta ocasión el mandatario cubano no era Fidel Castro sino Miguel Díaz-Canel, que acompañó a su invitado en el recorrido. Hacía calor en el centro histórico, igual que en noviembre de 1999, cuando en ese mismo trayecto Aznar se quitó la chaqueta de forma chulesca y maleducada. En esta ocasión también hubo deschaquetamiento, pero fue general, pactado entre los dos presidentes y entre risas, quizás un mensaje de que todo puede hacerse en esta vida con educación, y que así van mejor las cosas. Precisamente de eso se trataba el viaje: de hablar, de generar un clima de confianza, de recuperar el diálogo al más alto nivel y distender las relaciones, que siempre es bueno para que todo lo demás avance.

¿Cómo tener una política de Estado estable hacia Cuba si, en dependencia de quién gane las elecciones, se tienden puentes o se forma la cochambre?

La comitiva recorrió la calle Mercaderes y pasó delante de la florería La Rosa Blanca, un negocio de la Oficina del Historiador que simplemente vende flores pero que forma parte de la lista negra de 200 empresas cubanas penalizadas por la Administración Trump, donde los estadounidenses no pueden gastar un dólar. Fue, casualmente, cerca de allí donde Sánchez y Díaz-Canel se quitaron la chaqueta. Nada tuvo que ver el paseo con el de Aznar y el Rey 19 años antes, cuando las calles estuvieron vacías porque La Moncloa pidió una visita privada. Esta vez, mientras Leal enseñaba a los visitantes lugares, edificios, esquinas y plazas emblemáticas, una multitud rodeó a ambos presidentes para saludarles. Hubo gritos cubanos hasta de ¡Viva España!, pero también unos turistas catalanes soltaron a Sánchez un “libertad para los presos políticos”, que no iba dirigido a Cuba, sino a Cataluña. La vida, con todas sus contradicciones.

La víspera, durante una cena de amigos, un relevante grupo de empresarios españoles convocados al viaje, muchos votantes de derecha, discutía sobre su utilidad. “Con la que está cayendo en España viene solo a hacerse la foto, es tinta de calamar”. Al día siguiente, Sánchez inauguró un foro empresarial hispano-cubano junto a Díaz-Canel, donde abogó por que las relaciones económicas entre ambos países fueran tan estrechas como las sentimentales. Sus palabras cayeron bien, y más tras contar que la noche antes se había preocupado por las deudas de corto plazo contraídas por Cuba con el empresariado. El mensaje, dijo, fue bien recibido por el presidente cubano.

En esta ocasión también hubo deschaquetamiento, pero pactado entre los dos presidentes, un mensaje de que todo puede hacerse en esta vida con educación

Antes de marcharse, Sánchez se reunió con un pequeño grupo de emprendedores y cuentapropistas, periodistas de medios alternativos y representantes de la cultura y de eso que hoy se llama sociedad civil. Los convocados, ninguno sospechoso de oficialismo, coincidieron en un mensaje: lo que más les beneficiaba a ellos y a todos los cubanos es que Madrid y La Habana tuvieran buenas relaciones, cuanto más buenas, mejor, porque cuando esa inercia se instalaba los espacios se abrían y la cosa rodaba. Estuvo de acuerdo el presidente y les dijo que, para empezar, quería regresar a Cuba y traer a los Reyes para los 500 años de la capital. Una de las cuentapropistas, muy republicana, sugirió que si quería un golpe de efecto que se dejase de Reyes y que organizara un Madrid-Barça, que La Habana explotaba. “Primero los Reyes y luego traemos al Barça”, contestó Sánchez.

Durante la recepción a la colonia española, en la residencia del embajador, uno de los presentes recordó la etapa del congelamiento de las relaciones con Aznar y cuando, a raíz de unas sanciones europeas, en contramedida los jardines diplomáticos se vaciaron de interlocutores oficiales. Fue el momento de los embajadores Findus, nadie los recibía y nada podían hacer, y a Cuba no venía nadie. Superado hace tiempo aquel despropósito diplomático, entre canapés, Sánchez hablaba en esos mismos jardines con la colonia de lo importante que era estar presente y dialogar para ir abriendo puertas, aunque no pudo responder a una pregunta clave formulada por un pichón de canario: muy bien, ¿pero cómo tener una política de Estado estable y coherente hacia Cuba si, en dependencia de quién gane las elecciones, se tienden puentes con La Habana o se forma la cochambre? La pregunta se la trajo Sánchez para España.