Mientras miles de analistas han descrito estos años el derrumbe de la socialdemocracia, la claudicación de la canciller Angela Merkel es la prueba última de que también la derecha sufre una debacle sin precedentes. En el origen de ambos desastres están las inexistentes o erróneas recetas de los partidos tradicionales ante la crisis financiera y la migratoria. Las consecuencias, sin embargo, no amenazan solo la supervivencia de esas organizaciones clásicas, sino la de toda Europa.
Si los socialdemócratas iniciaron su calvario cuando demostraron que no tenían fórmulas para afrontar el terremoto financiero de 2008, los conservadores hicieron lo propio cuando aplicaron como único remedio una austeridad que prolongó la enfermedad y el periodo de recuperación.
El declive de la derecha, no obstante, es sobre todo consecuencia de sus errores para frenar a la ultraderecha. Los conservadores han endurecido su discurso y sus políticas contra los migrantes, lo que ha cebado aún más a partidos racistas y neofascistas porque, entre el original y la copia, el elector prefiere al genuino.
La deriva ha sido demoledora para la derecha. De un lado, se ha sumido en guerras ideológicas internas -también contra Merkel- cuyas batallas han concluido con la elección de un líder más duro, más ultra que el anterior. Los ejemplos van de Francia a Austria, pasando por Reino Unido o España. De otro, cada cita con las urnas supone nuevos retrocesos electorales. Como en Alemania, Francia, Italia o Suecia.
Ahora, a solo medio año de las elecciones europeas, el ocaso de la figura política más poderosa del continente deja a los conservadores sin su referente esencial. A su vez, desequilibra el inédito y preocupante pulso entre europeístas y progresistas, de un lado, y nacionalistas y xenófobos, por otro.
En esa bipolarización, el paso de Merkel agrava la debilidad del bloque europeísta ante los comicios de mayo. Ya erosionado por turbulencias domésticas, el presidente Emmanuel Macron se queda muy solo al frente de ese grupo proeuropeo y maniatado a la hora de aprobar reformas pactadas con Merkel, como la de la eurozona.
Por el contrario, el retroceso de la derecha deja una diáfana autopista a esa coalición de dirigentes eurófobos y autoritarios que coordina el ultraconservador Steve Bannon, el hombre que hizo ganar las elecciones a Donald Trump.
Bastaría ese dato para ser visto en Europa como un peligro, pero, lejos de eso, con él se fotografían estas semanas desde el húngaro Víktor Orbán al italiano Matteo Salvini o la francesa Marine Le Pen. Y lo hacen pese a que su abierto objetivo es acabar con la actual UE.
Baste recordar lo que escribió hace unos meses en Daily Beast al dirigirse a xenófonos y nacionalistas ante las elecciones europeas: “Vais a ganar. Vais a tener Estados-nación, cada cual con su identidad y sus fronteras”. O sea, la anti-Europa que asoma en el horizonte ante cuyos promotores ha fracasado la derecha