A las 19:14 del viernes 16 de junio de 1944, la escuadrilla Azul del batallón aéreo 443 de la RFAC despegó de la base de apoyo a las fuerzas aliadas en Sainte-Crox-surMer, a menos de cuatro kilómetros del frente de batalla, sobre la costa normanda bautizada como “Playa Juno”, con órdenes de interceptar un vuelo enemigo al sur de Caen.

Habían transcurrido diez jornadas desde el “Día D”, el encarnizado episodio que marcó el principio del fin de la Alemania nazi. Los seis Spitfire Mk-IXB eran tripulados por jóvenes de entre 22 y 24 años. Habían recibido sus alas ocho meses atrás y tenían apenas unos cientos de horas de vuelo. Las naves, además de las bandas blancas y negras de las fuerzas invasoras, lucían la insignia del 443, un avispón con la divisa “Nuestro aguijón es mortal”. Al mando de la escuadrilla iba el comandante James Hall.

Los otros pilotos eran Leslie Foster, C.E. Scarlett, Donald M. Walz, Hugh Russell y L. Pérez Gómez. Desde la madrugada del 6 de junio se habían distinguido en misiones de cobertura para las tropas terrestres de la invasión. Pasando Caen, Hall dispuso que dos aparatos permanecieran en espera bajo el techo de nubes y cuadro ascendieran en vertical para interceptar el vuelo de la Luftwaffe que se aproximaba desde el interior del continente rumbo a las líneas aliadas.

El primer contacto con el enemigo se dio poco después de las 20:00 sobre la región de Calvados. Foster y Scarlett se mantuvieron abajo del techo de nubes mientras que Hall, Walz, Russell y Pérez Gómez ascendieron en formación de ataque.

Al salir del banco de nubes encontraron al agrupamiento de Focke-Wulf 109 –
bautizados como “pájaros carniceros” en la Batalla de Inglaterra- y comenzó la refriega. Hall y Russell fueron los primeros en ser derribados y no sobrevivieron. El avión de Walz fue rasgado por la metralla y entró en picada, pero el piloto logró saltar.

Mientras descendía en paracaídas vio al Spitfire 21-S MK-607 de Luis Pérez Gómez dar un giro a babor en maniobra evasiva, con varios cazas alemanes en persecución. Se habían agotado las municiones de sus cuatro ametralladoras y dos cañones y estaba en la línea de fuego de las naves enemigas Walz atestiguó los desesperados intentos de su camarada por evitar la puntilla.

Herido, el Spitfire entró en barrena. Walz contuvo la respiración en espera de que la cubierta de la carlinga se desprendiera y el piloto saltara. Esto no sucedió. Nave y tripulante se estrellaron en un campo de cultivo en las proximidades de un caserío. Walz tocó tierra en un bosque. La resistencia lo rescató y pudo regresar a la base.

Entre los fierros retorcidos del 21-S MK-607 quedó el cuerpo de Luis Pérez Gómez, de 22 años, originario de Guadalajara, el único piloto aviador mexicano participante en la “Operación Overlord”, el mayor y más complejo operativo militar en la historia de los conflictos humanos. En su identificación se leía: CA. J29172 Officer L. Perez-Gomez RCAF. Do not Remove.

Los restos de Luis fueron recuperados por agricultores de Sassy, un pueblo cercano. Para impedir que cayeran en manos de la soldadesca nazi en retirada o de la Gestapo, los sepultaron en el camposanto de la iglesia de San Protasio y San Gervasio, con un nombre francés. Era uno de los suyos. Un liberador.

Después de la guerra, las autoridades aliadas identificaron al aviador. Se decidió dejarlo en la iglesia y no trasladarlo al cercano cementerio militar canadiense. En la tumba se colocó una lápida con la inscripción: Flying Officer L. Perez-Gomez. Pilot. Royal Canadian Air Force. 16th June 1944.

Esto sucedió hace 75 años, y la memoria de este joven compatriota ha quedado casi en el olvido. Digo casi porque años después fue el centro de una extraordinaria historia, tan singular como la vida breve de un muchacho de Guadalajara, huérfano de madre, que salió del hogar paterno y en un México hoy difícil de imaginar, a los 19 años, decidió no quedarse cruzado de brazos ante lo que estaba pasando en su mundo.

Quiso enlistarse en la FAM y fue rechazado. Se trasladó a Estados Unidos para darse de alta en la aviación yanqui y fue deportado. Sin perder el ánimo, peregrinó a Canadá. Se inscribió en una escuela técnica en Ottawa y en poco tiempo logró incorporarse como voluntario al programa de entrenamiento de la RFAC, obtener las alas de piloto y tripular las naves más avanzadas de la época, equivalentes a los actuales cazas supersónicos.

En aquel camino conoció a Dorothy O’Brian, una chica de 16 años campeona de
baile y de patinaje sobre hielo, y fueron novios hasta su traslado al teatro de guerra. Al morir Luis en Normandía, Dorothy recibió los telegramas con la noticia, pero le fue imposible recuperar los restos. Aquella adolescente que se prendió de un joven mexicano en un baile, a partir de entonces alimentó de recuerdos su amor.

Sesenta años después, ya abuela y con ayuda de su esposo Denis Pratt, un
comandante naval retirado, localizó en Sassy la tumba del hermoso mexicano a quien nunca olvidó. Se embarcó en una cruzada para recuperar su memoria y en 2004 logró que se organizara un homenaje a la memoria del pilote d’avion mexicain cuyo recuerdo sigue vivo al día de hoy en una región en donde se venera a quienes liberaron al país de la plaga nazi. Sassy dio el nombre de Luis Pérez Gómez a su única plaza.

A ese homenaje el embajador mexicano Claude Heller envió a su jefe de prensa. ¿Qué habrá pasado por la mente de tan notable diplomático? ¿Quizá que rendir honores a un muchacho tapatío, hijo de una familia nada ilustre, víctima, como millones de otros jóvenes, de una guerra concluida 60 años antes y en un pueblo de 250 habitantes que nadie podía localizar en el mapa, era un evento no digno de su alta investidura? Vaya usted a saber.

Pero Dorothy… Cuando era una anciana de 82 años, abuela y viuda, seguía
recordando a su hermoso mexicano con el mismo amor que sintió la noche en que bailó por primera vez con él. Es cierto que los muertos de guerra en realidad nunca mueren. “En mis sueños él sigue teniendo 20 años y yo 16”, confesó en una entrevista.

Cada vez que sentía que la vida la asfixiaba se encerraba en sí misma y regresaba a la nochevieja de 1943 cuando bailó con Luis en el Château Lauriel en Ottawa y las demás parejas les cedieron la pista y les aplaudieron. Sin duda, la corta vida de Luis y sus hazañas en el episodio que frenó la avalancha nazi no cambiaron el rumbo de la historia, pero sí son un ejemplo para todos los que transcurren su existencia arrastrados por la corriente, incapaces de mover un dedo y decidir su propio destino.

En 1922, el gran George Mallory fue cuestionado acerca de “las verdaderas razones” de su insistencia en llegar a la cúspide del Everest. Dos veces había intentando conquistar a la montaña y dos veces se había frustrado su propósito. Su respuesta fue: “¡Porque está ahí!”… y con esa frase inmortalizó al germen que dispara
las grandes proezas. Fiel a sí mismo, en 1924 subió por tercera vez a la montaña y perdió la vida. Su cadáver congelado fue encontrado cerca de la cumbre 75 años después, en 1999. Nunca se supo si falleció antes de llegar a su meta o de regreso. No importa. Su ejemplo es lo que vale.

Setenta y cinco años después de su propio Everest a bordo del Spitfire 21-S MK607, el de Luis es un ejemplo semejante. He aquí a un meritorio epígono de Mallory. Falta que su memoria sea recuperada entre los suyos, en el país que dejó un día de 1942 cuando escuchó el repique de su tambor y sin vacilar partió tras un sueño.

El nombre de Luis Pérez Gómez está inscrito en el Libro Memorial que se exhibe cada septiembre en el Parlamento canadiense en recuerdo de los caídos en la guerra, y también se encuentra cincelado en el Muro de Honor de los pilotos de la RFAC abatidos en la guerra.

Los canadienses lo honran como a uno de los suyos. ¿Veremos a un embajador
mexicano colocar laureles en el sepulco de Luis Pérez Gómez en el camposanto de la iglesia de San Protasio y San Gervasio en Sassy, o asistiremos a la develación de una placa con su nombre en el Colegio del Aire?
Sólo el tiempo lo dirá.