El presidente francés, Emmanuel Macron, en pleno debate con los intelectuales. AFP (MICHEL EULER)

El neologismo salió ya avanzada la noche, a medio debate entre el presidente francés Emmanuel Macron y 64 intelectuales. “Estamos haciendo un ejercicio extraordinario de chaleco-amarillología”, dijo uno de los participantes, el sociólogo Julien Damon.

El hallazgo hizo sonreír al presidente. Quizá era el mejor resumen de lo que estaba ocurriendo en aquel momento en el Palacio de Elíseo, sede de la presidencia de la República. Algunas de las cabezas pensantes del país de hoy le daban vueltas y más vueltas a la revuelta de las clases medias empobrecidas identificables por sus chalecos fluorescentes.

Una vez terminada la reunión, Damon, especialista en temas como la exclusión social o el urbanismo de los barrios de chabolas, comentaba por correo electrónico: “La palabra chaleco-amarillología se me ocurrió viendo a editorialistas e intelectuales, desde hace meses, diciendo en televisión: ‘Los chalecos amarillos son esto…’, ‘los chalecos amarillos son lo otro…’ Se ha convertido casi en una disciplina intelectual”.

Macron había convocado a los intelectuales —filósofos, historiadores, sociólogos, economistas, científicos— como epílogo al gran debate nacional. Durante dos meses, desde mediados de enero, se han celebrado más de 10.000 reuniones por todo el país. El presidente ha participado en una decena. Se trataba de dar la palabra a los franceses y en encauzar la insatisfacción que se expresó en las protestas de los manifestantes.

El ensayista Pascal Bruckner abrió el fuego denunciando “esta anarquía creciente, que hace de Francia un país en un estado de casi guerra civil larvada, en el que el odio de todos contra cada uno parece triunfar”. La politóloga Dominique Schnapper recordó que “la democracia es respetar las instituciones democráticas y respetar el Estado de derecho” y lamentó el regreso de “los mitos de la democracia total, directa, absoluta”. Schnapper aludía a la reclamación, por parte de algunos chalecos amarillos, de más democracia directa en un sistema que perciben como elitista y despegado de la Francia real.

“En Francia se ha desarrollado una ideología antintelectualista, contra la ciencia, contra los principios universales, contra nuestras instituciones de enseñanza, de información, de investigación, de debate, incluidos los cafés”, dijo el filósofo Frédéric Worms.

Ni en Francia, el país de la Ilustración en el siglo XVIII, del Yo acuso de Émile Zola, de las querellas entre Sartre y Camus, los intelectuales son ya lo que eran. En la era de las redes sociales y las noticias falsas, la autoridad del hombre o mujer que trabaja con su cabeza se ha visto mermada. Pero aquí el intelectual sigue manteniendo algo del prestigio pasado. El propio Macron, que siendo estudiante colaboró con el filósofo Paul Ricoeur, cultiva la imagen del rey-filósofo. Por eso era inconcebible que tarde o temprano, en el marco del gran debate nacional, no recabase su consejo.

Durante las ocho horas, entre las 18.30 del lunes y las 2.30 de la madrugada del martes, se habló de casi todo en el palacio del Elíseo. De las desigualdades: “Hoy vivimos en un capitalismo casi de herederos, porque dos tercios del patrimonio en Francia es heredado, cuando era menos del 45% a principios de los años setenta”, dijo el economista Daniel Cohen. O del medio ambiente: “Lo ideal es tener un proyecto común. Podría haber sido la emancipación, el crecimiento, la socialdemocracia”, constató la también economista Claudia Senik. “La alternativa es un enemigo común. Puede ser el calentamiento climático”.

Tambien se habló de la laicidad, de Argelia, de bioética y de educación. Y de los chalecos amarillos, claro. “En las metrópolis, se crea comunidad. Uno es parisino. Incluso los pobres”, resumió el sociólogo Jean Viard. “Los otros son los hijos de proletarios que hace cincuenta años se compraron una casa en las zonas periféricas. Son ellos los que se rebelan, los nuevos habitantes de los territorios rurales. Quisieron salir de los edificios de protección oficial, abandonar las zonas mezcladas [étnicamente y socialmente], convertirse en propietarios, proseguir la promoción social que sus padres, que venían del campo o del extranjero”.

Los dos coches y la casa con jardín eran símbolos de un éxito social, pero la historia no acabó aquí. “A esta gente, de repente, les dicen: ‘No valéis nada, tenéis que circular en bicicleta, tenéis que ser ecologistas’”, explicó Viard. “Disculpe, señor presidente, ya sabe que usted me gusta, pero usted ha puesto sal en la herida”, le echó en cara a Macron, antes de citar la rebaja de la velocidad máxima en carretera a 80 kilómetros por hora y el aumento de la tasa del diésel, detonantes de la revuelta. Y remachó: “En el país partido en dos, usted ha puesto todos los elementos para que todos se quejen”

Un tratado de chaleco-amarillología. Macron no sonreía. Tomaba apuntes y escuchaba con atención.