Fotograma de 'La vida privada de Sherlock Holmes'

Arthur Conan Doyle ejerció la medicina como cirujano en un barco ballenero. Con todo, no pasaría a la historia como galeno, sino por crear al detective más famoso de la historia de la literatura.

En 1894, cuando su personaje le dio fama y riqueza suficientes como para vivir de la pluma, Conan Doyle entregó a la estampa una colección de relatos titulada La lámpara roja (Alba), dedicados al ejercicio de la medicina. Se trata de historias donde sus protagonistas son médicos o estudiantes de medicina que se ven envueltos en casos misteriosos, algunos de los mismos basados en hechos reales.

Porque Arthur Conan Doyle cimentó su obra en detalles veraces, incluso cuando escribía los relatos de ciencia ficción protagonizados por el profesor Challenger. Sin ir más lejos, el titulado El mundo perdido es un claro ejemplo de novela de género donde dinosaurios y tribus primitivas aparecen ante los ojos del profesor y de sus compañeros de expedición, Ed Malone y Lord John Roxton, ambos inspirados en el periodista Edmund Dene Morel y en el diplomático Roger Casement. Por si no se ha dicho antes, el escritor peruano Mario Vargas Llosa recreará la vida de este último en su novela El sueño del celta.

Siguiendo el prototipo real, Arthur Conan Doyle se inspiraría en el forense escocés Joseph Bell a la hora de construir a Sherlock Holmes. Los métodos deductivos de Bell le asombrarían a un joven Conan Doyle cuando fue alumno suyo en la facultad de medicina. La observación minuciosa que lleva al ejercicio deductivo fue la tarea principal que el profesor Bell transmitió a sus alumnos. La sagacidad para percibir las causas de un hecho originó el sedimento que, años después, sería llevado a la ficción por Conan Doyle como atributo de un detective que resolverá casos siguiendo las pautas del empirismo científico.
Uno de los casos que tuvo que resolver Sherlock Holmes fue el de El hombre que reptaba. Se trata de la historia de un anciano que, enamorado de una mujer mucho más joven que él, buscó en la ciencia la tan deseada fuente de la eterna juventud. El citado anciano, al no aceptar su vejez, acabó recibiendo la terapia de H. Lowenstein, un oscuro hombre de ciencia, a decir del doctor Watson, que le facilitaba inyecciones de suero del mono langur carinegro, animal de las vertientes del Himalaya que repta y trepa.

El cuento fue publicado a principios de los años veinte y está basado en un hecho tan real como asombroso. Nos estamos refiriendo a los trasplantes de glándulas de mono que venía realizando Serge Vorónov, médico ruso y nacionalizado francés. Sus teorías acerca de la fuente de la eterna juventud fueron formuladas tras asistir a los efectos de la castración en eunucos egipcios. La eterna juventud ya no será asunto de elixires alquímicos, sino de injertos. Serge Vorónov intuía que el envejecimiento rápido de los eunucos tenía que ver con la falta de testículos. En su obra Las fuentes renovadas de la vida, Vorónov nos cuenta cómo realizó “un gran número de observaciones en los hombres castrados”.

Según él, desde el momento de la castración, la actividad de todas las glándulas queda debilitada, ya que, las glándulas de nuestro organismo guardan relación unas con otras. El funcionamiento de la totalidad de los órganos se resiente cuando se carece de alguna de las mismas. Según Vorónov, el eunuco lleva una “vida lánguida”. Al no recibir el estímulo determinado por la secreción de las glándulas genitales, las células de todo el cuerpo pierden toda su energía. Por ello “el pensamiento de los eunucos es perezoso y su memoria muy débil”.

Para el citado científico, la juventud se identificaba con la secreción de las glándulas. Dispuesto a demostrarlo, experimentó con el trasplante de glándulas de animales a seres humanos. Las tiroides y los testículos de mono fueron los órganos elegidos. El asunto se puso de moda y en las coctelerías parisinas se anunciaban combinados con el ingrediente estrella: “glándulas de mono”.

Fue tal la demanda de su terapia que, al final, Vorónov tuvo que montarse su propio criadero de monos en Liguria (Grimaldi). Según él, los pacientes recuperaban agilidad y vigor sexual tras la operación. Sin embargo, cuando esto sucedía, no era por obra y gracia de los injertos, sino por el llamado efecto placebo.

Como diría Sherlock Holmes en el relato que aquí nos ocupa: “Cuando el ser humano se intenta sobreponer a la naturaleza, se corre el riesgo de caer por debajo de ella”.