Puede que este no sea el momento ideal para que un europeo intente comprender la lamentable situación política de Estados Unidos y lo perciba como el preludio de un posible futuro desolador para los estadounidenses y para otros. Pero también puede que sí lo sea. El caso es que no resulta sencillo que los observadores aficionados europeos de Estados Unidos capten este “momento americano” mientras se retuercen las manos húmedas y me escriben correos nada sinceros (e irritantes) sobre lo escandalizados y consternados que están de que su “larga fe en Estados Unidos” se haya visto sacudida por Donald Trump y sus mezquinos y malintencionados intentos de hacer que América vuelva a ser “grande”. Un amigo francés me escribió hace poco que estaba nada menos que “rezando” por Estados Unidos. ¿En serio? No sabía ni que fuera religioso. Más les valdría a todas esas personas rezar por lo que está sucediendo en Europa, y dejar que nosotros tratemos de enderezar poco a poco y por medios constitucionales lo que, sin duda, se ha torcido extraordinariamente en nuestro país.

En las semanas anteriores a las elecciones legislativas, mientras pensaba en ellas, le dije varias veces a mi esposa —y ella a mí, de forma bastante premonitoria— que, con el resultado de estos comicios, íbamos a “aprender algo importante sobre nuestro país”. A lo que nos referíamos era a que sabríamos si de hecho Estados Unidos estaba verdaderamente convirtiéndose en un lugar horrible, un país en el que un tercio de la población con comportamientos de matón puede mantener secuestrados a los otros dos tercios con métodos despiadados y semilegales —al estilo de la Alemania nazi de 1933—, haciendo que el país sufra un declive aún mayor (y seguramente fatal) y caiga en una estrafalaria bajeza auspiciada por el Estado: racismo, antisemitismo, codicia empresarial, el desprecio más vil hacia los pobres, los enfermos, los débiles, los desfavorecidos, el frágil medio ambiente, las mujeres, los niños, los inmigrantes, la naturaleza y gran parte del mundo que no tiene la suerte de ser blanco, cristiano y masculino. En otras palabras, si Estados Unidos estaba sucumbiendo a las fuerzas oscuras que ya formaban parte de su ADN pero que, pensábamos mi esposa y yo, estaban “compensadas” por los ángeles buenos de la tolerancia, el civismo, la moderación, el instinto negociador, una historia —al menos reciente— de inclusión y un impulso tradicionalmente respetado y constitucional de tener una relación fructífera con el mundo en general. O, incluso de forma más directa: ¿había llegado la hora de salir por pies de Estados Unidos y dejárselo a… quién exactamente? No lo sabemos. ¿Para ir a dónde exactamente? ¿A Europa? Genial.

Lo que hemos descubierto con las elecciones (y escribo en las primeras horas del 7 de noviembre, antes de haber tenido la ventaja de oír las valoraciones frescas del presidente y de los medios de comunicación sobre los resultados), lo que hemos vuelto a descubrir, es que la democracia estadounidense es intrínsecamente gradual, torpe, algo corrupta, reactiva pero no del todo insensible, periódicamente matizada, extremadamente miope pero no del todo ciega, casi fóbica respecto de la historia, dura de oído pero no completamente sorda de cara a sus ciudadanos y, por supuesto, loca por el dinero. Y, pese a todo, no está tan mal, ni tan perdida con respecto a su futuro, como podrían decir quienes tienen interés en fingir que saben lo que está pasando, es decir, una vez más, el presidente y las empresas que recogen noticias (y las crean), que parece que no se saben callar jamás. No cabe duda de que Estados Unidos sufre, por lo menos, el declive de su Gobierno (no estoy capacitado para hablar del declive moral). Y su papel putativo como fuente de esperanza para el resto del mundo claramente también está sumido en ese declive. Pero vuelvo a preguntar: ¿qué otra cosa hay mejor? Plegarias desatendidas.

Una mezcla. El resultado de las elecciones legislativas de 2018 en Estados Unidos ha sido ambivalente y turbio. Seguramente confuso. No ha sido el peor. Pero tampoco el que yo quería. Las elecciones no ofrecen casi nunca exactamente el resultado que yo deseo.

La tarde del día de las elecciones me fui a dar una vuelta a Costco. Costco es uno de esos hipermercados gigantescos, tamaño Godzilla, que están a las afueras y tienen de todo. Uno se hace socio por un precio razonable y luego compra… cualquier cosa: vino francés. Televisores LG. Generadores de emergencia. Teléfonos móviles. Gafas bifocales. Barriles de queso para nachos. El equipo necesario para efectuar en casa la prueba de cáncer de colon, o comida para peces. Mientras empujaba mi carro enorme por los pasillos, me pareció que todos los otros compradores con los que me cruzaba llevaban una gorra roja con la palabra Trump o una sudadera que tenía inscrito el “Hagamos que América sea grande otra vez”. Experimenté una extraña sensación de que, si de repente me hubiera puesto a gritar “Trump es un horror, sois todos una panda de jodidos mentirosos e idiotas”, mis compatriotas me habrían rodeado, me habrían golpeado hasta hacerme callar y me habrían dado por muerto (quizá estaba equivocado, pero me sentí tremendamente incómodo y aislado).

La noche anterior había estado en el cuarto de estar de un médico de mediana edad, aquí en Montana, donde resido ocasionalmente, y le había oído soltar con gran regodeo —a un médico con una extensa formación y varios títulos de la Universidad de Virginia— una letanía de frases de la campaña del presidente Trump en busca de aplauso: la necesidad de “limpiar la cloaca”, los “inmigrantes violadores”, “todos los musulmanes nos odian”, los nacionalistas blancos que son gente estupenda. Tuve el mismo sentimiento que mencionaba antes, de que Estados Unidos estaba convirtiéndose en un sitio peligroso y horrible, en el que estaba atrapado porque soy demasiado viejo para marcharme y porque, de todas formas, no tendría adónde ir.

Aun así. A la mañana siguiente, el 7 de noviembre, el día después de las elecciones, me desperté y descubrí que los demócratas habían recuperado el control de la Cámara de Representantes. Mi candidata demócrata para gobernadora del Estado de Maine (conservador) había ganado con sorprendente facilidad, igual que mi candidata al Senado en la muy conservadora Montana. Musulmanes, indios americanos, indias americanas lesbianas, gente de todo tipo inimaginable hasta la fecha habían sido elegidos representantes, gobernadores, senadores. Habían pasado muchas más cosas de las que parecían probables, y para bien. Hubo victorias nuevas y sorprendentes contra la ofensiva republicana de Trump y la extrema derecha. Me acordé de que a Trump lo habían elegido en 2016, hacía solo dos años. Y ya nada era igual que entonces.

Es difícil generalizar sobre esto o comprender los detalles a casi 5.000 kilómetros de distancia. Pero si se sienten desilusionados, si sienten que les hemos decepcionado, tienen que saber cómo llegamos hasta donde hemos llegado, entonces y ahora. Un proceso ambivalente. Turbio. Confuso. Sí. Pero no una causa perdida. Todavía no. Lo cual es un rasgo muy arraigado en el genoma de la política estadounidense, a pesar de las percepciones equivocadas, la autocomplacencia y las lágrimas de cocodrilo de los europeos que se sienten decepcionados con nosotros.

Por supuesto, no iba a haber nunca una gran marea azul demócrata —ni tampoco una roja republicana— por más que el ridículo charlatán, vendedor rastrero de petróleo, de nuestro presidente perorara sobre ello. Ni siquiera hubo una verdadera marea republicana hace dos años, cuando Le Grand Orange asentó su mullido trasero en el Despacho Oval. También entonces el resultado fue turbio. Su rival, Hillary Clinton, probablemente habría sido una buena presidenta; pero fue una candidata absolutamente horrible y poco dotada, que seguramente no debería ni haber sido nominada. Como se dijo entonces con gran sarcasmo, Trump era el único candidato republicano al que ella tenía alguna probabilidad de derrotar. Salvo que ella era la única demócrata a la que él podía derrotar. Y la derrotó, más o menos, aunque, en realidad, obtuvo dos millones de votos menos que ella, y solo logró la victoria gracias a una reliquia constitucional, anacrónica y pintoresca, llamada Colegio Electoral, no quieran saber ustedes lo que realmente es. Es algo demasiado arcaico y lioso, y depende de cómo son asignados los delegados en el Colegio con arreglo a la representación de cada partido en nombre de cada Estado en el Congreso, que a su vez depende de una manipulación torpe pero muy extendida de las circunscripciones para impedir que determinada gente ejerza su derecho al voto, el llamado gerrymandering, que debe su existencia, en parte, al hecho de que Estados Unidos es una federación de 50 Estados en la que cada Estado actúa —desde el siglo ­XVIII, antes de la independencia— como un pequeño país independiente. ¿Les parece suficientemente confuso? Pueden añadir “pesado” y “engañoso” a lo que mencioné antes de “ambivalente, turbio y confuso” y no estarán desencaminados. Pero toda esta maquinaria, en su conjunto, forma un sistema político que —pese a no ser transparente ni propenso a la transparencia— no es fácil de llevar al borde de la anarquía y la revolución, y tiende a enderezarse pesadamente por sí solo.

Decir todo esto espero que no me haga parecer estúpido. Tengo que reconocer que me equivoqué de pleno sobre la elección de Trump como presidente. Al fin y al cabo, soy novelista, es decir, optimista por naturaleza. Y soy patriota, al menos en cuanto a la lista de virtudes cívicas enumerada anteriormente: tolerancia, civismo, inclusión, etcétera. Y, en realidad, a los estadounidenses no nos interesa tanto la política, y estamos dispuestos a aguantar muchas tonterías con tal de que nos dejen ir a Costco en paz.

Pero que no haya equívocos. Donald J. Trump y su pandilla de malhechores son una verdadera amenaza, una amenaza contra el Gobierno inteligente e informado, contra la justicia y la igualdad ante la ley, contra nuestras definiciones e interpretaciones más básicas de lo que significa convivir con sentido común y empatía, no solo como nación, sino como seres humanos. Y más cosas. Y cosas peores.

Pero unas elecciones como estas que acaban de celebrarse no son una mala señal. No son la mejor señal. Pero no son la peor, ni mucho menos. Una mayoría de estadounidenses está empezando a prestar atención, aunque nos cueste hacerlo. Lo mejor de nosotros está siendo atacado y denigrado, lo cual equivale a una guerra dentro de nuestras fronteras. Y en una guerra así, yo sitúo mi lealtad allí donde sé que está el bien.

Richard Ford es un novelista estadounidense, autor entre otras obras de ‘El periodista deportivo’, y ganador en 2016 del Premio Princesa de Asturias.