Jadiya, la joven de 17 años violada por un grupo de hombres. GETTY IMAGES

El Magreb está en otra cosa. Hay batallas feministas básicas, trascendentales. Por ejemplo, hay activistas que luchan día a día por conseguir la igualdad con los hombres en el derecho a heredar. Pero no existe ningún movimiento que remotamente se parezca a una denuncia pública de mujeres que se animen a decir a cara descubierta: a mí me acosaron o yo fui violada.

La estadounidense Stephanie Willman, miembro fundador de la ONG Mobilising for Rights Associates (MRA), que lleva varios lustros trabajando en Marruecos, señala: “En Estados Unidos, cuando las primeras mujeres denunciaron haber sufrido acoso sexual, la policía y la justicia las apoyaron con investigaciones sobre sus denuncias. Ese factor fue decisivo para que otras mujeres se animaran a exponer sus casos. La respuesta positiva de las autoridades fue un elemento clave. En Marruecos, sin embargo, una periodista denunció al director del canal público 2M (en febrero de 2017) y fue insultada y amenazada en las redes sociales. Y su denuncia no tuvo ninguna consecuencia jurídica. Las mujeres marroquíes no son estúpidas. Saben que sus denuncias solo les van a perjudicar a ellas”.

Willman asume que en los últimos dos años han trascendido a los medios casos de acoso hacia mujeres en plena calle y varios grupos feministas se han movilizado para denunciarlo. “Pero son activistas las que apoyan a las víctimas de abusos, mientras que en el #MeToo son las propias víctimas quienes elevan su voz”.

Jadiya Ryadi, miembro fundador de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos, la ONG más combativa del país, cree que el #MeToo se prestaría a la manipulación por parte de los poderes públicos. “Un movimiento semejante solo puede concebirse en un contexto donde los poderes estén separados y la justicia sea independiente. Aquí, incluso las violaciones flagrantes quedan impunes a causa de la corrupción y la parcialidad de ciertos jueces”.

Ryadi indica que la cuestión de las denuncias de acoso sexual es utilizada por los servicios de seguridad como una forma de reprimir a los opositores. En Marruecos ha tenido gran resonancia el encarcelamiento desde el pasado 18 de febrero del director del diario Ajbar al Yaum, Taufic Buachrín, acusado por la fiscalía de Casablanca de “violación, trata de seres humanos y abuso de poder”. La primera audiencia contra Buachrín, uno de los periodistas más críticos contra el Palacio Real, fue cuidadosamente prevista para coincidir con el Día Internacional de la Mujer, el pasado 8 de marzo.

Respecto Argelia, la activista argelina Wassyla Tamzali, declaraba el pasado julio en Le Monde: “El fenómeno #metoo concierne sobre todo a América del Norte y a Europa. En Argelia, la prioridad en la lucha ciudadana se le da a temas que afectan más a los derechos del hombre y de las libertades públicas que a la lucha de las mujeres”.

En Túnez, Feryel Charfeddine, activista de la asociación tunecina Calam, señala:“No sé si ha cambiado nada en nuestra realidad, no hay estadísticas fiables sobre el acoso en nuestro país. Pero sí puede haber ayudado a muchas mujeres a hablar de ello”.

Túnez es, sin duda, el país de la región que cuenta con un movimiento feminista mejor organizado, que además se vio revitalizado después de la revolución de 2011. Pero #metoo tampoco llegó a este país. Desde hace un año, en la cima de las prioridades feministas se sitúa la reforma del código de familia con la finalidad de conseguir la paridad de género en materia de herencia. Actualmente, en la mayoría de supuestos legales, la mujer recibe la mitad. Ello no significa que el acoso sexual no sea un serio problema en el país magrebí. Ahora bien, ya se abordó en buena medida con la aprobación en verano pasado de una ambiciosa ley contra la violencia de género, pionera en la región.

En cambio, el acoso sexual sí ha estado más presente en el debate público en Egipto, donde está considerado una autentica lacra. Algunas encuestas apuntan que más del 90% de las mujeres lo han padecido. No obstante, el tabú se empezó a romper años antes de la aparición del movimiento #Metoo. Se gestaron campañas, se crearon ONG dedicadas a este fin, y hubo incluso un film con éxito internacional, El Cairo 678, que trató el problema. En la película, basada en hechos reales, una mujer harta de sufrir manoseos en los transportes públicos, se toma la venganza por su mano.

Fruto de esta mayor concienciación, en 2014, se aprobó la primera ley que tipificaba como delito el acoso sexual. Al no haber mejorado la situación de forma sustancial, tres años después, se endureció la legislación, y ahora se llega a castigar este delito con un año de cárcel. No obstante, la mayoría de los casos no son denunciados, y la policía, rara vez muestra una actitud sensible hacia las víctimas. Aun más grave fue que, en mayo pasado, en plena efervescencia del #Metoo, las autoridades condenaron a dos años de cárcel a la conocida activista Amal Fathi por el simple hecho de criticar en un vídeo colgado en Facebook la incapacidad del Gobierno de poner fin al problema del acoso.

Finalmente, en Libia hablar de un movimiento semejante al #metoo podría entrar en el género de la ciencia ficción. En el norte de África, esa revolución no se atisba ni siquiera en el horizonte.