Activistas de Femen ante la embajada de Irán en Berlín protestan por la ejecución de una mujer. GETTY IMAGES

“Si salgo a la calle y un hombre me trata como un objeto, como un cuerpo, no como un ser humano, el problema está en quien le ha dado derecho a acosarme, no en la ropa que llevo”, le espetaba una joven sudanesa a un clérigo musulmán en un reciente programa de televisión. Su indignación, un ejemplo del hartazgo de muchas árabes y musulmanas hacia la violencia y el acoso que sufren en su día a día, encaja con el malestar global de las mujeres sobre que ha sacado a la luz el movimiento #MeToo. Sin embargo, existe la percepción de que su impacto ha sido menor en Oriente Próximo que en otras regiones del mundo.

“Las jóvenes [árabes] han hecho su propio MeToo, del que nadie informa porque no afecta a Hollywood”, declara a EL PAÍS Elham Manea, que estudia el fenómeno. Esta profesora yemení de la Universidad de Zúrich defiende que la movilización empezó antes que en Estados Unidos, con las campañas contra el acoso sexual (en público y en el trabajo) en Egipto y en Yemen. En su opinión, fue fruto del “desencanto con el resultado de las revueltas árabes de 2011” y menciona el Levantamiento de las Mujeres en el Mundo Árabe, un grupo creado en octubre de ese año en Líbano.

Sin duda hay menor ruido mediático. Tal como señalaba la documentalista Rym Ghazal en un artículo con motivo del pasado Ocho de Marzo, “ninguna celebridad ni destacada figura pública entre las mujeres árabes se ha unido al #MeToo”. Es algo especialmente llamativo dada la elevada incidencia del acoso sexual en la zona, donde se hallan algunos de los países con mayor desigualdad de género, según la ONU y el Foro Económico Mundial. En 2013, un informe de Naciones Unidas concluyó que el 99,3 % de las egipcias ha sufrido algún abuso.

“El acoso es rampante en la región (…) para miles de mujeres es simplemente parte de su vida diaria”, aseguraba la activista palestina Yara al Wazir al poco de que el movimiento se hiciera global. Tanto que alcanza incluso a los lugares sagrados según puso de relieve la denuncia de la paquistaní Sabica Khan que dio lugar a la etiqueta #MosqueMeToo.

Además de la falta de eco en los medios (en general controlados por los gobiernos), están las consecuencias de denunciar. La joven sudanesa que se encaró con el clérigo la semana pasada y el presentador del programa en el que participaban han recibido amenazas de muerte. La activista egipcia Amal Fathy acaba de ser condenada a dos años de cárcel y 500 euros de multa por “difundir noticias falsas” debido a un vídeo que colgó en su Facebook denunciando que había sido acosada en su sucursal bancaria y en el que acusaba al Gobierno de no atajar el problema. Es lo habitual en sociedades que, por ideología o por religión, siempre culpan a la mujer. Eso hace que sólo hablar de los abusos convierta a las víctimas en objeto de vilipendio.

Aun así, numerosas mujeres han vencido el miedo para dejar constancia de sus experiencias bajo versiones del MeToo en árabe, persa o cualquier otra lengua de esta región a caballo entre África y Asia. Da igual que el sistema político sea religioso o formalmente laico, república o monarquía, dictadura descarada o con disfraz de aspirante a democracia, se trata de países donde la educación sexual no es parte del currículo (se considera una interferencia de Occidente), tienen una legislación muy estricta sobre el sexo fuera del matrimonio y carecen de leyes contra el acoso sexual o, si las tienen, no se aplican. A menudo, también imponen a las mujeres cómo deben vestirse so pretexto de protegerlas.

“Hay un creciente malestar en países como Irak, Yemen, Jordania, Arabia Saudí y, por supuesto, Egipto, debido a una mezcla de discurso religioso reaccionario y normas y mentalidad misóginas. Las mujeres jóvenes se dan cuenta de que falta respeto: una sociedad que les respete como individuos independientes y libres en las decisiones que tomen”, concluye Manea.

Su activismo ya está dejando claro que los hombres son responsables si se comportan mal con las mujeres. Su reto ahora es conseguir que las sociedades en las que viven se conciencien de ello.