LONDON, ENGLAND - MARCH 25: Military personnel stand near London Ambulance Service vehicles at the new NHS Nightingale Hospital at ExCeL London on March 25, 2020 in London, England. The field hospital will initially contain 500 beds with ventilators and oxygen and will have the capacity to eventually hold up to 4,000 COVID-19 patients. (Photo by Hollie Adams/Getty Images)

En las últimas décadas han surgido nuevas amenazas que pueden llegar a poner en jaque la estabilidad de un país. Las estrategias de seguridad nacionales han ido rediseñándose para recoger estos peligros: ciberataques contra infraestructuras críticas, migraciones masivas derivadas del cambio climático, vulnerabilidad energética…También pandemias como la actual de Covid-19. En la práctica, sin embargo, las potencias occidentales no han dedicado los recursos necesarios para desarrollar planes efectivos de prevención y respuesta rápida frente a la aparición de nuevas enfermedades infecciosas; mientras algunos países asiáticos —golpeados por epidemias en los últimos años— se situaban a la vanguardia con medidas ambiciosas destinadas a evitar la propagación de nuevos virus en su territorio.

A finales de los años setenta predominaba en Occidente la sensación de que las enfermedades infecciosas comenzaban a ser cosa del pasado. Cuando el VIH se convirtió en un problema global, los asesores de seguridad estadounidenses empezaron a plantearse que la aparición de nuevas afecciones contagiosas —incluso aunque no alcanzaran su territorio—, podría llegar a tener efectos desestabilizadores en su país. Tras los ataques con carbunco (ántrax) de septiembre y octubre de 2001, la atención en Washington se centró en el terrorismo biológico y se consideró que muchos de los planes de respuesta frente a este tipo de amenaza también resultarían útiles en una situación de emergencia provocada por una crisis sanitaria o un desastre natural.

Las epidemias de principios de este siglo —principalmente las de SARS, H1N1, MERS (también infecciones respiratorias) y ébola— multiplicaron el número de voces autorizadas que instaban a los gobernantes al diseño de estrategias concretas. “Comenzó a ser un asunto recurrente en las políticas de seguridad nacionales y en EE UU, en particular, se trabajó en su desarrollo tras el SARS [en 2003] y el H1N1 [en 2009-10], pero la seguridad sanitaria no llegó a ser una prioridad para los Gobiernos occidentales”, señala Samuel Brannen, investigador del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), con sede en Washington. “Es importante que empecemos a reconocer que las pandemias amenazan nuestras sociedades tanto como librar una guerra con Rusia, por ejemplo”, añade.

En la Estrategia Nacional de Seguridad de 2015 del presidente Barack Obama se dedicaba un epígrafe a las enfermedades infecciosas y a las pandemias, catalogadas entre las ocho principales amenazas para la población estadounidense. “La epidemia de ébola en África Occidental ha mostrado el peligro que supone un virus rabioso”, rezaba. En el documento, la Administración demócrata asumía su responsabilidad como potencia mundial ante la deficiencia de los recursos sanitarios en la mayoría de países: “Salvaremos vidas fortaleciendo las regulaciones sobre seguridad alimentaria y desarrollando un sistema global para prevenir epidemias evitables y detectar brotes en tiempo real para responder más rápida y efectivamente”. Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa del Real Instituto Elcano, considera que Obama “identificó el problema, pero no supo darle respuesta”.

Menos de un año después de asumir la presidencia, Donald Trump lanzó su propia estrategia, en la que el combate a las bioamenazas y pandemias tenía cabida bajo el pilar “Proteger a los estadounidenses, al país y el modo de vida americano”. El documento, que arranca en primera persona, y que él mismo se encargó de presentar —un hecho insólito—, eliminó el cambio climático como un peligro nacional, recuperó el lenguaje de la Guerra Fría, además del mantra del America First, y gira principalmente en torno a los sospechosos habituales —Rusia, China, Irán y Corea del Norte—. Tal y como hacía George W. Bush, Trump sostiene que en materia de seguridad no hay límite de gasto. Pese a ello, desmanteló la Dirección para la Salud Global y la Biodefensa del Consejo de Seguridad Nacional (NSC), organismo que asesora a la Casa Blanca en la prevención de pandemia, a instancias de su entonces asesor, el halcón John Bolton, y redujo la cifra de expertos de 250 a 120. El republicano también recortó en 700 millones de dólares (627 millones de euros) el presupuesto de los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades Infecciosas (CDC), porque despreció los consejos de los analistas que veían la posibilidad de una pandemia como una amenaza real, aunque el recorte ha sido revertido por el Congreso de EE UU. Además, una reciente publicación de Politico reveló que su Administración se negó a utilizar una guía de 70 páginas, elaborada por el NSC, en la que se hacían recomendaciones y se daban instrucciones a las agencias federales para evitar una crisis como la actual.

Al otro lado del Atlántico, la estrategia global para la política exterior y de seguridad de la UE de 2016 señalaba que la Unión trabajaría “para lograr una mayor eficacia en la prevención y detección de las pandemias y en la manera de responder a las mismas”. El documento seguía la línea de los informes particulares de sus principales Estados miembros. “Los países europeos se fijaron el objetivo de adoptar planes de preparación y respuesta, pero en la práctica han fallado”, comenta Arteaga. “Las epidemias se veían lejanas, como algo exótico” añade.

Las “enfermedades a gran escala” se reflejaban ya en la primera estrategia de seguridad española, de 2011, señala Pere Vilanova, investigador del CIDOB y exdirector de Asuntos Estratégicos y Seguridad en el Ministerio de Defensa. “Se puso sobre la mesa la necesidad de integrar niveles de gobierno muy distintos entre sí, con competencias diferentes, y de concienciar a las instituciones públicas, a la Administración y a la clase política de que esto debía prepararse con antelación”, señala el experto, que participó en la elaboración de este documento. La estrategia actual, publicada en 2017, incide en factores particulares como el elevadísimo volumen de turistas que recibe España o el envejecimiento de su población, y otros como “un clima que favorece cada vez más la extensión de enfermedades infecciosas, tanto naturales como intencionadas”. En este sentido, el documento señala la importancia de inspeccionar mercancías en frontera, de desarrollar programas de prevención y de contar con buenos sistemas de saneamiento, entre otros aspectos.

En el caso del Reino Unido, su estrategia de seguridad nacional vigente, de 2015, sitúa las pandemias entre los riesgos de primer nivel —junto con el terrorismo, las amenazas cibernéticas o los conflictos militares internacionales, entre otros—, por delante de peligros como las armas de destrucción masiva. En otro documento más reciente en el que se hace una revisión de las capacidades de la seguridad nacional, se destaca que el país puede verse golpeado cada cinco años por un gran desastre, incluyendo las pandemias. Franz-Stefan Gady, investigador del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), considera que, pese a que los planes están bien diseñados, “no ha contado con los fondos necesarios, incluida la financiación insuficiente del NHS [el Servicio Nacional de Salud británico], en las últimas dos décadas”.

En Francia, por su parte, ya se describió en su estrategia de seguridad nacional de 2013 una situación como la que afecta hoy al país: “Existe el riesgo de que surja una nueva pandemia altamente patógena y con una fuerte letalidad que resulte, por ejemplo, de la aparición de un nuevo virus que traspase las fronteras de las barreras de la especie o de un virus escapado de un laboratorio de confinamiento”. El informe no indicaba las medidas a adoptar, pero sí abogaba por una mayor cooperación en la materia entre los Gobiernos europeos.

Particular es el caso de Italia, el país que sufre las peores consecuencias de la pandemia de Covid-19. El Libro Blanco para la seguridad y la defensa internacional, publicado en 2015, únicamente menciona este supuesto al citar que se deben tener en cuenta “los riesgos generados por la migración masiva, las pandemias, el terrorismo y el crimen”. En contraste, la estrategia de seguridad alemana más reciente describe que incluso los brotes “confinados localmente” de enfermedades contagiosas “pueden precipitar un colapso de los sistemas de salud y el orden público”, además de acarrear “costos económicos considerables”. El texto añade que Alemania apoya la prevención y gestión de tales desafíos, incluso a través de “la creación de un contingente de personal médico especializado a nivel nacional y europeo, así como de capacidades logísticas para desplegar rápidamente a dicho personal en regiones en crisis”.

“Los países occidentales se limitaron a esbozar planes de actuación más o menos ambiciosos, pero se quedaron lejos de convertirlos en efectivos”, comenta Michael Shoebridge, del Instituto de Políticas Estratégicas de Australia. Varios de los expertos consultados señalan a Singapur y Taiwán —que padecieron la epidemia de SARS— y a Corea del Sur —que sufrió un brote de MERS, en 2015— como ejemplo de lo contrario. “Emplean tecnología puntera en la coordinación y el control de la información, han invertido en innovación y desarrollo de vacunas, en almacenamiento de EPIs (equipo de protección integral)…”, explica Shoebridge.

El investigador Gary Cecchine, del laboratorio de ideas RAND, vinculado a las Fuerzas Armadas de EE UU, publicó hace casi 15 años un informe —junto a la recientemente fallecida Melinda Cooper— en el que reclamaba a la Secretaría de Defensa que considerara la prevención de pandemias entre una de sus prioridades en el ámbito de la seguridad nacional. “Visto con perspectiva —comenta por teléfono—, creo que es una cuestión de seguridad humana, trasciende lo nacional”. Cecchine cree que, además de los progresos individuales que debe acometer cada país, es necesario dotar de más recursos a la Organización Mundial de la Salud (OMS). “Todos los países han de aliarse en la guerra contra las nuevas enfermedades. Es necesaria una coordinación mucho más profunda y plena transparencia”, sentencia.