Una mujer, con una copia de 'American Dirt' en Nueva York. AFP

En las primeras páginas de American Dirt figura un diálogo entre los dos protagonistas, Lydia, en sus treintas y Luca, su hijo, que aún no ha cumplido los diez años. Un grupo de narcos acaba de asesinar a toda su familia en Acapulco, su papá y esposo incluido. Deben huir y hacerlo rápido. En la huida, el niño pregunta que a dónde van. “No se, mijo. Ya veremos. Será una aventura”, dice Lydia. Luca contesta, “¿cómo en las películas?”. Y ella cierra: “Sí, mijo. Igual que en las películas”.

American Dirt se ha convertido en el primer fenómeno editorial de 2020, aunque por razones distintas a las que planeaban sus patrocinadores. La industria pretendía que la novela se convirtiera en el relato de violencia y migración de la era Donald Trump. En el relato con mayúsculas, un referente, un texto que conmoviera, que triunfara allá donde habían fracasado el periodismo o la fotografía. La campaña mediática de la editorial Macmillan, dueña de los derechos, había sido fastuosa. Hollywood se había hecho con los derechos para adaptarla al cine. Grandes nombres de los medios y la literatura la habían respaldado.

Pero entonces, los latinos empezaron a leer la novela. La editorial había presentado American Dirt como alta literatura, así que las lecturas fueron igualmente elevadas. Escritores, críticos y periodistas, sobre todo de ascendencia mexicana y centroamericana, se lanzaron contra ella. Aparecía de nuevo el problema de la representación, de cómo escritores y cineastas blancos del norte del río Bravo retratan el sur y cuales son sus consecuencias.

El diálogo de la huida del principio condensa parte de las críticas contra American Dirt, que arrasaron el texto como un tsunami, señalando principalmente su falta de verosimilitud, pero también los estereotipos y la velada condescendencia que destilan sus páginas. Las críticas arreciaron y apuntaron igualmente a la autora, Jeanine Cummins y a la editorial. Hace unos días, Flatiron Books, filial de Macmillan, anunció que cancelaba la gira de presentación del libro, citando motivos de seguridad. De las 40 presentaciones programadas, solo cumplieron con cinco.

Las fallas de la novela en la representación de la migración o la violencia más allá de la frontera sur de Estados Unidos no descubren un fenómeno nuevo. Ya existía. Sobre todo en Hollywood. Desde la saga de Sicario, películas protagonizadas por Josh Brolin y Benicio del Toro, hasta una de las últimas que rodó Clint Eastwood, La Mula, que cuenta la historia de un veterano de guerra que transporta droga para un cartel mexicano.

La agilidad de la narración o la calidad fotográfica de estas cintas nunca han sido objeto de crítica. De hecho la primera fue celebrada por medios a ambos lados del océano Atlántico. Otra cosa es la manera en que cuentan el mundo. En La Mula, por ejemplo, México aparece como una mezcla de lujo y violencia, la casa del capo del cartel y la sangrienta sucesión del mismo capo que inicia con su asesinato. Todo contado desde la profunda moralidad del personaje que encarna Eastwood.

Agotada la trama de Vietnam, trillada la de la Segunda Guerra Mundial, la frontera sur de Estados Unidos emerge como imaginario perfecto para decenas de producciones. Un imaginario que suele acotarse a la violencia y el narco. Y que favorece de alguna forma la idea que tienen Trump y su gobierno del país vecino. La última de John Rambo, Rambo: Last Blood, es el ejemplo perfecto. En la cinta, Rambo vive en su rancho en Arizona con una amiga mexicana y su nieta. La nieta, huérfana, descubre que su padre, a quien creía muerto, vive y está en México. Ella va a buscarlo y en la búsqueda, un cartel la secuestra para prostituirla. Rambo va en su busca y el cartel, como advertencia, le da unos palos. Rambo vuelve a su rancho, se recupera y… Empieza la venganza.

Más allá de que los jefes narco sean dos actores españoles -uno de ellos Oscar Jaenada, que está por agotar los papeles de villano mexicano, después de Hernán Cortés y el padre de Luis Miguel-, la trama plantea que todo lo que hay al sur de la frontera es tierra del diablo y que solo hombres duros como John Rambo pueden hacerle frente. El muro del Trump parece así lo mínimo que el Gobierno puede hacer.

El desencuentro entre realidad y ficción trasciende a México y Centroamérica. El año pasado, Netflix estrenó Triple Frontera, que cuenta la historia de un grupo de militares de élite estadounidenses que decide robarle decenas de millones de dólares a un narco sudamericano. La acción transcurre entre la selva y la cordillera de Los Andes. El sur del continente queda reducido a un grupo de narcos al más puro estilo Pablo Escobar. O mejor dicho, a lo que películas y series anteriores han explicado de Pablo Escobar y su organización. La cinta ni siquiera explica en qué triple frontera transcurre la acción: ¿Paraguay, Brasil y Argentina? ¿Brasil, Colombia y Perú? ¿Brasil, Perú y Bolivia?

Sin ser Rambo, las páginas de American Dirt destilan una falta de verosimilitud parecida. Las críticas a la autora por apropiarse de una historia que no es suya -¿qué hace una mujer blanca, vendiendo una novela sobre narco y migración por más de un millón de dólares?, se han preguntado muchos estas semanas- han dado paso a señalamientos que tienen que ver directamente con el contenido y su estrategia de venta. ¿Por qué quiso la editorial vender que esta era LA novela sobre migración?

Cummins ha tratado de lidiar con las críticas, aunque sus intervenciones reflejan cierta desconexión con lo que trata de enfrentar. En una entrevista con María Hinojosa en el podcast Latino USA, de la radio pública estadounidense, Cummins, que apenas ha hablado desde que empezó el affaire, se decía “decepcionada por el tono de la conversación” y “confundida” por las críticas. Argumentó que nunca quiso “explotar los traumas de nadie”. Hinojosa le preguntaba por su pasado en la industria editorial -Cummins trabajó diez años en Penguin Books- y si acaso ese pasado no le había ayudado para saber qué quería la industria y cómo lo quería. Ella lo negaba. Insistía en que quiso evitar el punto de vista de los migrantes, con el que no se sentía cómoda. Pero repitió que decidió adoptarlo, primero, porque sus otros intentos habían fracasado y segundo, porque su padre había muerto justo antes de la elección de Trump en 2016 y eso posibilitó, de alguna forma, que dejara de lado sus reticencias.