No fueron pocos los que interpretaron como amenaza la afirmación que hizo el candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador en la convención anual de banqueros en Acapulco, de que, si se diera un fraude electoral, él no frenaría el descontento popular y no sería él quien amarrara al tigre. La metáfora generó reacciones de alarma, por lo que trató de matizar sus declaraciones. No hubo fraude en la elección, sino un voto masivo a su favor que le dio enorme legitimidad a su victoria y a su Presidencia. Sin embargo, él no dejó de seguir alimentando al tigre con la exacerbación de sus sentimientos y un discurso de odio que afirma no tener, pero que todos los días ejecuta contra todo aquél que, deliberadamente o no, interfiere en sus planes. Su obsesión contra un pensamiento diferente llega a veces a lo absurdo.

Hace unos días, en su conferencia de prensa matutina, al hablar sobre la construcción del nuevo aeropuerto en Santa Lucía, dijo que en un vuelo a la Ciudad de México, el capitán informó a los pasajeros que tendrían una demora para aterrizar por la saturación en el aeropuerto Benito Juárez. Cualquier persona que haya viajado a esta capital en los últimos años sabe que, rara vez, sobre todo en la noche, llegará a tiempo porque siempre está saturado. López Obrador sugirió, sin embargo, que el piloto había exagerado la saturación, porque seguramente era “simpatizante del conservadurismo”. Dijo textualmente: “Lo que quieren es que haya saturación de más en el aeropuerto y nos echen la culpa a nosotros”.

La sobrevaloración que tiene el Presidente de sí mismo, corresponde a su ego al pensar que todo lo que sucede tiene que ver con él. No es el epicentro del mundo ni todos están atentos a lo que hace o deja de hacer. Pero la retórica con la cual procesa inconvenientes –algunos ajenos a su responsabilidad, como la saturación del aeropuerto–, polariza y enfrenta. Su visión maniquea de la vida pública ha colocado a quienes no son sus incondicionales como sus enemigos, y los combate todos los días. A quienes lo apoyan, se les han sumado grupos violentos tolerados por el gobierno.

La toma de casetas, por ejemplo, se ha convertido en un método sistemático de allegarse recursos los fines de semana. Las autoridades consienten que se tomen las casetas en horas específicas de la mañana sin que intervengan. El resultado práctico es una especie de impuesto social para compensar, quizás, la falta de recursos y de crecimiento derivado de la política económica. Ofrecer amnistía a delincuentes –en lugar de reponer procesos para hacer justicia dentro de la ley–, y ofrecer disculpas a los victimarios y olvidar a las víctimas, aumentan la combustión social. La impunidad para el que violenta y afecta las libertades de terceros, envía señales de apoyo para que se ultraje, sin castigo y hasta con alegría –“las benditas redes sociales”, justifica–, a todos aquellos a quienes apunta el Presidente en sus mañaneras.

La tolerancia al vandalismo ante la mirada pasiva de la policía de la Ciudad de México durante la marcha por el quinto aniversario de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa dejó pintas que decían “quema al rico”, una evocación al discurso del Presidente donde acusa que todo aquel que ha tenido en su vida movilización social, lo ha logrado gracias a un sistema de privilegios, abusos y corrupción de los gobiernos anteriores, por lo que son “conservadores” y “neoliberales”. En otra marcha 48 horas después, por la despenalización del aborto, activistas dañaron muros y rejas de la Catedral Metropolitana, y prendieron fuego a la puerta de la Cámara de Comercio de la Ciudad de México.

La permisividad a la violencia del presidente López Obrador, con los mensajes claros a quienes delinquen de que las fuerzas de seguridad no irán detrás de los criminales porque “no van a reprimir” –confusión conceptual o posición política que manipula la aplicación de la ley con un delito–, y que prefiere becarios a sicarios, porque la forma de pacificar el país es con abrazos y no balazos, otorga carta blanca a quienes quieran cometer delitos o utilizar la fuerza para alcanzar sus objetivos.

El tigre está suelto, pero no aquel que veía López Obrador durante la campaña electoral, como consecuencia de un fraude electoral que lanzaría a las calles a miles de personas para impedirlo. El que soltó al tigre es su discurso que blinda a criminales, y el que reiteradamente llama a la acción –el ataque violento a todo lo que no es López Obrador y su proyecto–, para que se sumen a su lucha por transformar el país. Su estrategia es altamente riesgosa.

El presidente López Obrador está conjurando un clima de violencia entre los buenos, que son los que lo respaldan, y los malos, que son el resto de los mexicanos, los que se mantienen pasivos y neutrales, y los que discrepan de él. Su discurso de empoderamiento lo acompaña con llamados implícitos al ajuste de cuentas mediante demagogia simplista, pero efectiva, ofreciendo el paraíso e identificando a los demonios. No es, como dice, Presidente de todos los mexicanos, sino de una parte. Esta división que hace diariamente con la semántica fractura el tejido social y alimenta el encono. Cuidado. Tenemos experiencias amargas. Recordemos siempre que el clima mata.

Nota: En la columna “Ayotzinapa, el oscuro teniente”, publicada el jueves pasado, se identificó a Leonardo Vázquez Pérez, exsubdirector de Seguridad Pública de Guerrero, como un teniente retirado. La Secretaría de la Defensa precisó que Vázquez Pérez alcanzó ese grado en la Fuerza Aérea, donde fue operador aéreo, pero que fue dado de baja en 2001.