El papa Francisco, durante la audiencia del pasado miércoles. ANGELO CARCONI EFE

Es difícil encontrar un ejercicio de mayor sutileza diplomática que la que aplica el Vaticano en sus relaciones con terceros países. Especialmente si el interlocutor es China, el gigante asiático con el que abrió hace apenas un año un nuevo canal de comunicación que, presumiblemente, conduciría a un histórico deshielo de las relaciones entre ambos Estados. Sin embargo, esta mañana la Santa Sede ha lanzado una advertencia muy clara a su reciente aliado en relación con la integración de sus fieles y ha exigido que cesen “las presiones intimidatorias contra la comunidad católica no oficial, como por desgracia está sucediendo”. El acuerdo “provisional” empieza a mostrar algunas grietas.

Hace un año, China y el Vaticano firmaron un documento para la integración de la Iglesia oficial (controlada por la Asociación Patriótica, con 60 obispos) y la auténtica (la de la Santa Sede, legitimada por el Vaticano con una treintena de obispos), que vivió durante décadas en la clandestinidad y fue objeto de persecución por parte del régimen. La firma del histórico documento ponía fin a años de conflictos y abría la posibilidad de avanzar hacia el desbloqueo de las relaciones diplomáticas entre ambos países, rotas desde 1951, cuando Mao Zedong expulsó del país al Nuncio de la Santa Sede y a sus misioneros católicos. Pero las cosas, a juzgar por el tono y las advertencias de la Santa Sede, no están yendo tan bien como cabía esperar.

El Vaticano ha publicado un documento llamado Orientación pastoral de la Santa Sede sobre el registro civil del clero en China, que da instrucciones a sus fieles ante los requerimientos de las autoridades de Pekín que muchos sacerdotes no están aceptando. En ese procedimiento, las autoridades chinas les piden, entre otras cosas, obediencia a las leyes chinas y la declaración de la “independencia” de la Iglesia china. Una formulación confusa que ha obligado al Vaticano a clarificar que la autoridad máxima sigue siendo el Papa. El Vaticano apunta, además, que “debe ser respetada la libertad de conciencia y, por lo tanto, nadie puede ser obligado a dar un paso que no tiene la intención de realizar”.

En una nota emitida por el director editorial de la Santa Sede, Andrea Tornielli, se especifica que “la Santa Sede continúa trabajando, para que toda declaración, requerida en el momento de la inscripción, se ajuste no solo a las leyes chinas, sino también a la doctrina católica y, por lo tanto, aceptables para los obispos y los sacerdotes”. Es decir, que el procedimiento puesto en marcha por Pekín ahora mismo no es asumible. Además, Tornielli asegura que la Santa Sede no peca de ingenuidad pensando que la situación es la deseable hoy en China, pero quiere demostrar que se puede mirar hacia adelante y avanzar sin desviarse de los principios fundamentales de la comunión eclesial”.

La hoja de ruta firmada establece que los nombramientos de los obispos se harán de forma conjunta, seguramente a propuesta de Pekín, y reservando el derecho de veto al Papa. El acuerdo, cuyo contenido no se ha publicado, tiene carácter provisional y se irá revisando periódicamente (se habla de dos años para una primera experimentación). La firma, sin embargo, fue altamente criticada por gran parte de los obispos católicos residentes en el país asiático que, durante años, sufrieron las persecuciones del Gobierno. Muchos, como el cardenal Joseph Zen, acusaron al Vaticano de haberles vendido. En el sector conservador de la Iglesia, especialmente en EE UU, el acercamiento también fue visto con mucho recelo al considerarse que fortalecía el papel de China en el mundo occidental. Un dato irrefutable pero que, en cualquier caso, tendría su origen en el alejamiento de la Administración de Donald Trump de la órbita del Vaticano.

El acuerdo favorece a ambos firmantes. China refuerza su autoridad moral en los centros de poder occidentales y avanza en la ocupación de un espacio moral y cultural que pertenecía a EE UU. El Vaticano, por su lado, logra pacificar las relaciones de los fieles con el Gobierno y poner fin a la persecución. Pero, sobre todo, obtiene la llave de un mercado de vocaciones y fieles fundamental para compensar la crisis que sufre en otros lugares como Europa o América, donde las corrientes evangelistas ganan terreno a diario. En China hay 12 millones de católicos oficiales y unos 40 millones de cristianos, aunque algunos expertos calculan que la cifra real puede sobrepasar los 88 millones de militantes del Partido Comunista de China. El país, en suma, es estratégicamente clave para el Vaticano: podría convertirse en 2030 en el de mayor población cristiana del mundo, con 247 millones de creyentes.