En 1996, 14.663 hombres y 1.568 mujeres fallecieron en España a causa de un cáncer de pulmón. En apariencia, el mismo tumor. Una masa que arrasaba los órganos respiratorios y se diseminaba con rapidez. Entonces, estas neoplasias apenas se diferenciaban por el aspecto de sus células malignas—microcítico y de células no pequeñas (el más común)—. No había biomarcadores que afinasen las características del tumor y las alternativas terapéuticas pasaban por cuatro tipos de quimioterapia. La esperanza de vida apenas era de unos meses.

Dos décadas después, el pronóstico de estos tumores sigue siendo poco favorable (la supervivencia a cinco años es de 17%), pero los oncólogos han logrado desentrañar una parte de los secretos moleculares que esconde el cáncer de pulmón. Para empezar, ya no todos son iguales. Y tampoco se tratan de la misma forma. Hay varias alteraciones genéticas que promueven el crecimiento celular descontrolado que caracteriza el tumor. Ahora se conoce que la excesiva presencia de una proteína (PDL-1) condiciona el tratamiento y el arsenal terapéutico se ha multiplicado: ocho quimioterapias, tres fármacos dirigidos contra el gen ALK (que provoca cambios en el material genético), cuatro tratamientos contra mutaciones en el factor de crecimiento epidérmico EGFR, y tres inmunoterapias.

Las señales genéticas para distinguir los tumores (biomarcadores) han marcado un punto de inflexión en el abordaje del cáncer y en el diseño de terapias dirigidas que afinan el resultado de la intervención. En ocasiones, de hecho, no importa tanto el lugar donde está el tumor, como lo que lleva dentro. Esto es, su perfil molecular. Así se explica, por ejemplo, que un mismo fármaco muestre eficacia para tumores que, en apariencia, son muy distintos. “Hasta ahora hemos diseñado estudios en base a un órgano. Lo que nos hemos dado cuenta es que muchos procesos biológicos de un subgrupo de páncreas, funcionan también en otro cáncer”, valora Aleix Prat, jefe de oncología del hospital Clínic de Barcelona.

Los científicos han empezado a profundizar en esta idea desde los mismos ensayos clínicos. Se trata de los llamados “estudios Basket”, cestas que aglutinan diversos tipos de tumores con una alteración genética común. La idea es probar un mismo fármaco en esa amalgama de neoplasias para lograr la aprobación conjunta de las autoridades sanitarias, independientemente del lugar donde se desarrolle el tumor.

Por lo pronto, la FDA (la máxima autoridad sanitaria de EE UU) ha aprobado la indicación agnóstica —así se llama cuando va dirigido en función de la alteración y no del tejido donde está el tumor— del pembrolizumab, una inmunoterapia que despierta al sistema inmune para que reconozca las células tumorales y las ataque. “Sabemos que hay una serie de tumores que tienen una inestabilidad de microsatélites, o sea, una inestabilidad que tiene las porciones más distales de los cromosomas. Los tumores que tienen esta alteración son capaces de hacer cada vez más mutaciones y no repararlas”, explica el doctor Josep Tabernero, director del Vall d’Hebron Instituto de Oncología (VHIO) y presidente de la Sociedad Europea de Oncología Médica. Según el especialista, la inestabilidad de microsatélites (MSI, por sus siglas en inglés) está presente en el 10% de los tumores colorrectales, en el 10% de los tumores gástricos, en el 7% de los de endometrio, en el 1% de los de páncreas o de los de las vías biliares. La FDA ha dado el visto bueno, pero su homóloga europea, la EMA, todavía no.

En el congreso de la Sociedad Americana de Oncología Clínica (ASCO, por sus siglas en inglés), celebrado hace unas semanas en Chicago y al que este diario acudió invitado por Roche, también se presentó un estudio internacional que valida la indicación agnóstica de una terapia dirigida, el entrectinib, en tumores pediátricos. “El entrectinib inhibe un receptor celular (NTRAK,) que es importante en los tumores donde hay una fusión de este gen porque ayuda a la proliferación celular”, explica Elena Garralda, investigadora del VHIO. En este estudio Basket se incluyeron pacientes pediátricos con tumores sólidos, también en el sistema nervioso central.

En todos los casos incluidos en el ensayo (29 niños) hubo una respuesta por parte del tumor. Frenó su crecimiento, redujo su volumen más de un 30% o incluso, en tres de los menores, desapareció. “Hay determinadas alteraciones que marcan el comportamiento del tumor, independientemente del tejido. Donde hay más experiencia en este campo es en los adultos”, agrega Garralda. De hecho, en el congreso de la Sociedad Europea de Oncología Médica (ESMO), celebrado el pasado otoño en Alemania, ya se presentaron resultados favorables del entrectinib en adultos en varios tipos de tumor, independientemente de su localización o de si se habían diseminado o no al sistema nervioso central.

Tabernero también participó en un estudio con varios tipos de tumores que tenían en común la mutación BRAF. “Cogimos pacientes con tumores donde era muy frecuente la mutación, como cáncer colorrectal, de pulmón, de las vías biliares. De todo, excepto melanoma y tiroides. Y demostramos que en la mayoría de los tumores, aunque no en todos, el inhibidor de BRAF era activo. Este estudio era preliminar pero ya hay otros que también se están haciendo de esta manera, como ensayos con la mutación HER2 o de TRK”, apunta el director del VHIO.

Los expertos coinciden en que los estudios Basket están “en boga” y la investigación en busca de la indicación agnóstica del tratamiento empieza a tomar forma. Pero esta perspectiva, paradigma de la medicina personalizada, tampoco será la solución a la mayoría de los tumores. Para empezar, porque las alteraciones a las que se dirigen suelen ser poco frecuentes y, además, no todas estas peculiaridades moleculares son capitales para entender el comportamiento del tumor. “Si tú tienes una alteración genética que es un driver [conductor] de la enfermedad, prácticamente te da igual el tipo de enfermedad que sea. Pero en otros casos, las alteraciones no son tan drivers y hay que tener en cuenta el tipo de tumor que es”, señala Tabernero.