“Durante nueve días tuvo el dedo en el gatillo listo a disparar. Durante nueve días arrinconó al borde del colapso a dos naciones, a industrias multinacionales, a consumidores y trabajadores e incluso a sus propios consejeros y aliados republicanos, aterrorizados por las consecuencias de poner miles de millones de dólares en la cuerda floja”, escribe Peter Baker en el New York Times al analizar el más reciente de los sainetes del poderoso e inefable enfant terrible con el que tenemos que lidiar día con día.

Baker, con más resignación que sorpresa, reseña el drama de los aranceles
a México -aparecido de la nada y extinguido abruptamente. Estos nueve días de primavera, dice, son un caso de estudio sobre la manera en que Trump enfrenta los embrollados asuntos que desafían a su presidencia y a su país: dramas de su propia confección, en donde él es, por supuesto, el héroe.
Con ánimo parecido, desde la academia, Lorenzo Meyer concede, en El
Universal, que si bien se logró evitar las tarifas, no escapamos a la humillación.

Y luego de desmenuzar concienzudamente los pormenores del affaire, descubre el hilo negro: Estados Unidos no es un vecino confiable. Me hubiera preguntado. Hace algunos años escribí aquí mismo que los gringos dieron con un Gran Satán a quien culpar del cáncer que corroe las entrañas de su país: le pusieron sombrero charro, botines, chaquetilla, bigote y nombre: The Mexican Threat.

A mediados de marzo, el primer yerno Yared Kushner visitó la CdMx. El
presidente de la República lo fue a visitar al domicilio particular de un empresario privado y nadie supo realmente de qué hablaron. Algún malévolo columnista insinuó que llegó para amansar a los levantiscos greasers y comprobar que los nativos amistosos se comportan como quiere su augusto suegro. Pero no hay que dar crédito a esos chismes.

Yo, que soy cristiano viejo y discípulo de Santayana, sostengo que bien
harían nuestros dirigentes en aplicarse al estudio de la historia de las relaciones México-USA, no para esparcir culpas o exigir reparaciones, sino para entender lo que los liberales del siglo XIX nunca perdieron de vista: el país que proclama la igualdad de todos los hombres [blancos] y el derecho [de los blancos] a la libertad y a la felicidad, fue y sigue siendo un gran peligro para México.

De Fray Servando Teresa de Mier, José Manuel Zozaya, José María Luis
Mora y otros, tenemos admoniciones y advertencias sobre el riesgo de vivir
frontera de por medio con la potencia imperial. Zozaya, el enviado extraordinario y plenipotenciario de Iturbide en Estados Unidos, reportó el 26 de diciembre de 1822: “La soberbia de estos republicanos no les permite vernos como iguales sino como inferiores; su envanecimiento se extiende en mi juicio a creer que su Capital lo será de todas las Américas”.

La conducta de “esos republicanos” está grabada en su ADN imperialista.
En 1798 Rufus King y John Trumbull se confabularon con el general venezolano Francisco de Miranda para que George Washington liberara a México del yugo gachupín y promulgara una constitución “de pureza semejante a la británica, a cargo de los herederos de Moctezuma”. Pero el “Padre de la patria” [gringa] declinó el honor y todo quedó en un sueño guajiro.

En un artículo en Harper’s Magazine de junio de 1937, juguetonamente
titulado “El mexicano indomable”, el historiador Hubert Herring explicó lo que todo gringo sabe de los mexicanos: “Son bandidos, andan empistolados, hacen el amor a la luz de la luna, comen picoso y beben fuerte; son flojos, son comunistas, son ateos, viven en chozas de adobe y tocan la guitarra el día entero. Y algo más que todo gringo nace sabiendo: que está por encima de cualquier mexicano”.

Herring se cobijó en su conocido sentido del humor, pero otros se tomaban
muy en serio la “superioridad” yanqui, como el profe de Yale Samuel Flagg Bemis -dos veces premio Pulitzer y presidente de la Sociedad Histórica- quien a los cuatro vientos pedía expropiar la apetitosa bodega de recursos naturales llamada México, país al que los gringos, en su augusta opinión, dispensaban “una tolerancia galiléica”.

El 31 de diciembre de 1926, el teniente coronel Edward Davis, agregado
militar en la embajada de EUA en México, cursó un informe en donde asienta: “es natural que el hombre blanco sea visto con algo de antipatía, pero si los mexicanos alguna vez tuvieran la bendición de una intervención y administración [yanqui] el supuesto odio encarnizado hacia los [gringos] se disolvería en una comedia… México tiene escasa -si alguna- esperanza de convertirse en un miembro autosuficiente y respetado de la comunidad de naciones”.

Ignoro si el tal Edwards regurgitó en Washington su antimexicanismo, pero
al año siguiente, 1927, la Casa Blanca actualizó un siniestro “Plan de guerra verde”, para invadir a México en caso necesario, que a la letra dice: “El propósito de este plan es el uso de las fuerzas armadas de Estados Unidos para derrocar el gobierno federal existente en México, y controlar la Ciudad de México hasta que un gobierno satisfactorio para los Estados Unidos, sea implantado”. Esta estrategia estuvo viva hasta 1939, fue desclasificada en 1974 y hoy los espías, los historiadores metiches como el autor de esta columna e incluso nuestros funcionarios federales, la pueden fotocopiar a un costo de 15 céntimos la hoja: señores, una consulta muy formativa para quienes incursionan en la geopolítica.

Diego Fernández de Ceballos llamó “orate” al señor presidente gringo y no
soy nadie para contradecir a tan distinguido jurista. Lo que me consta es que Mr. Trump es heredero en línea directa de esos “republicanos” tan certeramente aquilatados por Zozaya hace 197 años.

Hasta la era trumpiana, en eso de parlamentar con los otros nadie había
superado a Carlos I, quien hablaba español con Dios, italiano con las mujeres, francés con los hombres y alemán con su caballo. Hoy otro poderoso monarca insulta a su patio trasero… en tuitano.

La lumbre le debe estar llegando a los aparejos a Mr. Trump. Cada día tiene
más detractores e investigaciones en casa y en el Midwest se otea la revolución de sus rednecks que comienzan a sufrir la venganza china por la guerra de aranceles… y podrían también padecer la nuestra si los nativos amistosos perdieran el miedo y tuvieran claro el camino. Pero no hay viento favorable para quien no sabe a donde navega.