Al amanecer del domingo 16 de mayo de 1948, un pescador macedonio, cuyo nombre ha quedado en el olvido, preparó sus redes y zarpó a las aguas de la
bahía de Salónica. Iba alerta, oteando el horizonte con ojo experto en busca de señales de tormenta… o de lanchas patrulla. Eran tiempos difíciles de guerra civil y no pocos de sus compañeros habían sido detenidos por la policía de la dictadura que veía en los trabajadores de la mar a simpatizantes de la guerrilla comunista a la que combatía en una feroz guerra civil. De pronto, entre los trazos de bruma que flotaban sobre las tranquilas aguas, un bulto se interpuso en el camino de la lancha.

Era el cadáver de George W. Polk, corresponsal de la cadena de televisión
estadounidense CBS, atado de manos y con dos tiros en la nuca. Han pasado setenta y un años y las circunstancias de la muerte de Polk, como las del asesinato de Manuel Buendía hace 35 años, siguen siendo un misterio, aunque demasiadas las semejanzas: ambos fueron ejecutados para dar un ultimátum, en el mismo mes de mayo, con 36 años de diferencia.

Un practicante de la cábala no dejaría de notar que Polk pereció en el 48 y Buendía en el 84… números invertidos. Quizá en un futuro lejano algún historiador descubra y publique los detalles de esas y otras violentas eliminaciones de periodistas que caracterizaron al recién pasado siglo XX y que en el México del XXI se multiplican con alarma. Hoy, los lectores no dejarán de advertir las semejanzas entre ambos casos.

Polk se había convertido en una espina en el costado de casi todos los
actores en la guerra civil griega: los ministros de la dictadura, los funcionarios de la embajada de Estados Unidos, los militantes del Partido Comunista, los guerrilleros, aborrecían al locuaz periodista y deseaban su salida del país… y de este mundo. Polk debió haber sido un muy buen reportero para haber unificado en su contra a tan dispares actores. Lo usual es que los periodistas se ganen el odio de algunos y la adhesión –interesada- de otros.

En su tarea como corresponsal durante la sangrienta guerra civil que
disputaba el control de la península helénica, Polk había acumulado una larga lista de malquerientes. A la guerrilla comunista la caricaturizó como una banda de rufianes; al gobierno griego como un hato de ambiciosos y corruptos políticos; al ministro de seguridad como gángster… y satanizó a Washington por su apoyo a la represora y sanguinaria dictadura griega.

Es pues entendible que la investigación del asesinato haya tenido mucho de
simulación y farsa. La policía levantó cargos contra cuatro ciudadanos griegos: un militante de medio pelo del PC que estaba a cientos de kilómetros de Salónica el día del asesinato; un reportero supuestamente comunista que se encontraba en su oficina cuando el cuerpo de Polk fue arrojado a las aguas; la anciana madre de este, quien “confesó” para salvar a su hijo de la tortura, y un integrante del Comité Central del PC… ¡que había fallecido cuatro semanas antes!

Las reacciones oficiales por la muerte del periodista de 34 años tuvieron
como signo una gran hipocresía. El gobierno helénico juró que no escatimaría esfuerzos para dar con el o los asesinos, lo mismo que la Casa Blanca -que en aquel año de Dios de 1948 invertía un millón de dólares diarios en ayuda para aplastar al levantamiento comunista. ¿Cómo se dice “caiga quien caiga” en griego? Ah, sí: όποιος πέσει.

Con idéntica vehemencia, las burocracias en la Acrópolis y en el Potomac
garantizaron la puntualidad de la investigación. En ambos rincones del globo caballeros de semblante adusto y grave continente condenaron casi con las mismas palabras el atroz hecho.

En Washington y en Nueva York los periodistas pusieron el grito en el cielo
y se movilizaron. Fue creado un comité ad hoc encabezado por el legendario
Walter Lippmann y rápidamente se instituyó un premio con el nombre del muerto.

En pocos meses el comité aceptó los resultados de las investigaciones oficiales griega y yanqui y desde entonces cada primavera la crema y nata del periodismo estadounidense se congrega en una brillante ceremonia durante la cual se prenden medallas y se otorgan laureles en nombre del infeliz George W. Polk.

Hay quien juzga que sus colegas “lo traicionaron cuando validaron las espurias pesquisas y el falaz proceso judicial” incoado en contra de unos chivos expiatorios.

Algunos reporteros neoyorquinos quisieron recabar fondos y viajar a Grecia
para investigar el asesinato. Su propuesta fue eclipsada por el comité Lippmann, cuyos integrantes se limitaron al camino oficial y liquidaron así toda esperanza de una indagación independiente en el asesinato del periodista.

El premio George Polk se otorga a quienes “hayan demostrado imaginación
y valentía” en el ejercicio del periodismo. Entre otros lo han recibido Edward R. Murrow, Walter Cronkite, Norman Mailer e I. F. Stone, quien en la recepción en 1968 dijo que estaba muy feliz por la presea y que deseaba decir algunas cosas sobre George Polk, “quien parece haber sido olvidado en estos eventos […] Polk fue uno de los pocos periodistas estadounidenses que tuvo la valentía de ver más allá de las tinieblas de la guerra civil y apreciar la agonía y lucha del pueblo griego…”

La lista de periodistas mexicanos galardonados con el premio Manuel
Buendía es igual de impresionante… y otra coincidencia: también el nombre del columnista era incómodo en algunas premiaciones, como fue el caso del llorado Julio Scherer, episodio del que ya me ocupé en este espacio. Gracias a Dios los gobiernos de ambos países tomaron cartas en el asunto: en 2007 el servicio postal gringo expidió un timbre con la imagen del reportero ejecutado y en 2017 nuestra lotería nacional puso en circulación un billete con la imagen del otro reportero ejecutado. ¡Eso se llama interés político, jurídico y social, faltaba más!

En el caso de Polk, como en el de Buendía, se requeriría de reporteros tan
eficaces y tan comprometidos como ellos para resolver sus propios asesinatos. ¡Helas, eso no puede ser! Debemos conformarnos con el trabajo de otros periodistas que se niegan a someterse al silencio de las hemerotecas. En el caso que nos ocupa fueron Elias Vlanton y Zak Mettger, quienes en 1996 publicaron un libro en el que llegan a la descorazonadora conclusión de que pasado medio siglo, “no existe certidumbre sobre quién asesinó a George Polk.”

En ¿Quién mató a George Polk? (Who Killed George Polk?), nos enteramos
de que la Comisión Lippmann y la propia CBS endosaron la teoría de la policía griega de que Polk había sido asesinado por la guerrilla comunista. A lo largo del texto Vlanton y Mettger pasan revista a la comedia de inconsistencias, fallas, ocultamientos y desviaciones que enturbiaron el caso, y descubren los velos que a lo largo de los años fueron tendidos sobre el caso: un agente secreto gringo que estuvo involucrado en las indagaciones declaró en 1974 que el juicio fue una farsa para encubrir a los verdaderos autores. En 1976, la corte suprema griega negó la petición de un nuevo juicio al periodista condenado, quien aseguró que la confesión le fue arrancada tras meses de tortura.

En 1977 se demostró que era apócrifa una carta ofrecida como prueba en el juicio. En 1978 el gobierno griego negó la petición de uno de los dos “cómplices” sentenciados en ausencia para volver a Grecia y someterse a un nuevo juicio…

Vlanton y Mettger apuntan: “Una pesquisa de 15 años en los archivos del
gobierno de Washington y el análisis de los documentos particulares de algunas de las personalidades involucradas documentan que el gobierno griego y el Departamento de Estado se coludieron para acusar falsamente a personas inocentes en el asesinato de George Polk, y que algunas de las más respetadas figuras del periodismo estadounidense se hicieron de lado y lo permitieron.”

¿Debemos llegar a la conclusión de que quienes se aplican a la investigación de los crímenes en contra de la prensa gritan en el desierto? Eso es lo que desean propalar los espíritus del silencio. Eso es lo que debemos combatir los periodistas, viejos o jóvenes. Los ejemplos de George W. Polk y de Manuel Buendía son como luces en nuestro camino profesional y personal.

A ellos no les importará haber muerto si saben que su ejemplo quedó entre
nosotros