Cola para votar anticipadamente en un recinto electoral de Carolina del Norte.GERRY BROOME / AP

“Nuestros soldados confederados”. La frase está escrita en la base de una columna de granito, en medio de una rotonda que articula el pequeño centro de Graham, en medio de la Carolina del Norte rural. Encima de la columna, a casi 10 metros de altura, un soldado en posición de descanso mira al norte. El pie izquierdo adelantado y la culata de su escopeta apoyada junto al derecho. Hay dos banderas confederadas grabadas en la columna. El interior de la base, dicen, oculta una caja de cobre con los nombres de los 1.100 soldados de este condado de Alamance que lucharon en el bando perdedor de la guerra de Secesión.

Maurice Wells, de 34 años, no pide que destruyan el monumento, como tantos otros que han sido derribados este verano por todo el sur del país. Se conforma con que lo trasladen a un museo y no tener que verlo cada día. Lleva desde junio protestando para que se lleven la estatua. Ha habido días de mucha tensión, choques con milicianos racistas, noches en el calabozo cortesía de un sheriff con un controvertido pasado en cuestiones de justicia racial. “Dicen que es su herencia cultural”, explica Wells. “Su herencia de odio y opresión a los negros, diría yo. Saber lo que mi familia y mis antepasados vivieron es muy deprimente. Pero ahora salgo aquí y lo peleo cada día. Me han arrestado ya dos veces por decir cómo me siento respecto a este monumento y al supremacismo blanco que existe en este condado”.

Sucede que la estatua fue erigida a pocos metros de un olmo del que 30 años antes, el 26 de febrero de 1870, decenas de miembros de Ku Klux Klan colgaron a Wyatt Outlaw, el primer afroamericano que ocupó un cargo electo en el condado. Los miembros del Klan utilizaban la violencia y la intimidación para impedir que los esclavos recién liberados ejercieran su derecho al voto. El próximo 3 de noviembre, 150 años después de aquel suceso que provocó la declaración de la ley marcial en el Estado, ese voto que costó la vida a Wyatt Outlaw está llamado a ser decisivo para el destino del país.

Maurice Wells y sus amigos protestan ante la estatua confederada en Graham (Carolina del Norte).
Maurice Wells y sus amigos protestan ante la estatua confederada en Graham (Carolina del Norte).PABLO GUIMÓN
“La importancia del voto afroamericano, más allá del progreso hacia la igualdad, se explica por un hecho sencillo: desde la Segunda Guerra Mundial, ningún demócrata, excepto Lyndon Johnson, habría logrado la presidencia sin el voto negro. Si quitas el voto negro en las elecciones de 2012, por ejemplo, Obama no solo habría perdido ante Mitt Romney, habría perdido por goleada”, señala Lorenzo Morris, profesor de Ciencias Políticas de la universidad Howard, en Washington.

Desde la explosión del movimiento de derechos civiles a mediados de los años sesenta, cerca del 88% del voto afroamericano en todas las elecciones ha sido demócrata. Un porcentaje que se eleva al 93% en las tres últimas presidenciales. Diversos sondeos de finales de septiembre y principios de octubre sitúan al candidato demócrata, Joe Biden, con más del 90% del voto negro.

Esto no ha sido siempre así. Después de que los afroamericanos obtuvieran el derecho al voto en 1870, casi todos se identificaban con el Partido Republicano de Abraham Lincoln, que abolió la esclavitud. Poco a poco los demócratas, que en el siglo XIX eran una organización supremacista blanca, volvieron a hacerse con el poder en el sur del país, donde se concentraba la mayoría de la población afroamericana, y propugnaron la segregación racial con las leyes de Jim Crow.

No fue hasta bien entrado el siglo XX, gracias a una ola masiva de migración en la que seis millones de afroamericanos se trasladaron en busca de trabajo hacia las ciudades del norte, que los demócratas, a través del movimiento sindical, empezaron a conectar con el electorado negro. La devastación de la Gran Depresión llevó al Partido Demócrata a más votantes afroamericanos, que apoyaron mayoritariamente a Franklin Delano Roosevelt en 1936. El giro se consumó a finales de los años 60, gracias al movimiento de derechos civiles, con el que el voto afroamericano se convirtió en ese monolito de apoyo al Partido Demócrata que es hoy.

La fidelidad al mismo partido no quiere decir que los votantes afroamericanos tengan las mismas opiniones políticas en todos los asuntos. Diversos estudios, de hecho, dibujan un colectivo muy repartido por el espectro ideológico. Uno de cada cuatro votantes negros se identifica como conservador, según una encuesta de Pew Research, y un 43% se define como moderado. Pero dentro de esa diversidad, el electorado afroamericano sí mantiene la misma opinión en un asunto: la justicia racial. De manera recurrente en los sondeos, los afroamericanos describen su voto este año, más que como una elección entre dos candidatos, como un hito en la larga lucha contra la injusticia racial en Estados Unidos, que los eventos de este verano han demostrado que aún está lejos de ganarse.

El sur de Estados Unidos, si se escarba en su superficie, está lleno de historias como la de la plaza de Graham. Historias con las que los vecinos convivían sin demasiados problemas hasta este verano. El 25 de mayo, en Minneapolis, una lejana ciudad a casi 1.900 kilómetros al noreste de Graham, un agente de policía mató al afroamericano George Floyd tras asfixiarle durante ocho minutos y 46 segundos mientras repetía: “No puedo respirar”.

La frase fue el lema de un verano de movilizaciones por la justicia racial detonado por la muerte de Floyd. La ola de protesta social más masiva y prolongada en el tiempo de toda la historia del país, según muchos académicos. Un movimiento que hizo planteárselo todo. Desde el sesgo racista en la policía hasta las políticas de igualdad en las empresas, pasando por la relación del sur del país con la iconografía de los Estados confederados. Como esta estatua de la plaza de Graham.

“La verdad es que hasta ahora no la hacíamos mucho caso. Estaba ahí, sin más. Si nos hubieran dicho hace unos años que iba a haber francotiradores de la policía en el tejado del juzgado apuntando hacia ella nadie lo hubiera creído”, explica John Guza, propietario de un establecimiento de discos de vinilo y cervezas a unos metros de la estatua. Pero eso es justo lo que ocurrió. Un grupo de manifestantes se empezó a congregar para protestar por la estatua. Para finales de julio ya eran un centenar. Frente a ellos se empezaron a manifestar también miembros de un grupo supremacista blanco que había crecido por este condado rural, de población mayoritariamente blanca, a la estela del resentimiento por el deterioro económico posterior a la crisis financiera de 2008.

Minneapolis, Nueva York, Portland. Las protestas multitudinarias tras la muerte de Floyd, catalizadas por el movimiento Black Lives Matter, llenaron los informativos de todo el mundo durante el verano. Pero aquí, en el sur rural, en Estados como Carolina del Norte, se comprende el alcance del efecto transformador que el movimiento ha tenido en todo el país.

El activismo corre por la sangre de Jasmine Wright, de 28 años. “Mi madre estaba metida en movimientos de organización cívica, y yo crecí alrededor de las urnas cada vez que había elecciones”, recuerda. En verano de 2016 se implicó a fondo en una ola de protestas en Charlotte como respuesta a diversos episodios de violencia policial contra ciudadanos negros. Hasta que Trump ganó las elecciones. “Fue un golpe tan fuerte para mí que me desvinculé de cualquier lucha. Lo dejé todo. Necesitaba hacer un trabajo físico y me puse a trabajar en una cocina. No quería pensar en organizar, ni en política, nada”, explica.

Lo que le hizo volver al activismo fue la filosofía de Down Town North Carolina, una organización que practica una campaña diferente. La fundaron, tras la victoria de Trump, activistas que regresaron a su Estado natal para tratar de promover el diálogo sobre cuestiones raciales en el sur. La idea es, en lugar de la típica charla breve a las puertas de las casas, promover conversaciones en profundidad con los votantes. Wright descubrió que esas conversaciones podían ser muy reveladoras. Pero se dio cuenta de que faltaba algo. “Empecé con esto el verano pasado, y me costaba sacar temas de la gente”, recuerda. “Había que preguntarles sobre su trabajo, sobre su situación económica, sobre su familia, y entonces los temas empezaban a salir. Pero me llamaba la atención que nunca había jóvenes en estas conversaciones. Me preguntaba dónde estaban los jóvenes como yo. Hasta que pasó lo de George Floyd. Su muerte encendió el país. Los jóvenes empezaron a movilizarse y a conseguir cosas. ¿Dónde estaban hace un año? Les había estado buscando y al fin los encontré. Y tenían una voz”.

Existe un estereotipo sobre la baja participación de los afroamericanos que no es del todo justo. Los blancos suelen tener el porcentaje más alto de participación, seguido de cerca por los afroamericanos, cuya participación tiende a ser mayor que la de los hispanos y asiáticos. Y eso a pesar de las denuncias de diversas prácticas que dificultan el voto a los afroamericanos en Estados republicanos. En 2008 el voto entre los afroamericanos fue solo un punto porcentual menor que la de los blancos, y en 2012 fue 2,5 puntos más alta. En las últimas presidenciales, no obstante, la participación de los afroamericanos cayó siete puntos hasta el 59,6%, frente al 65,3% entre los blancos, según datos de Pew Research.

Esa caída de la participación entre los afroamericanos perjudicó a Hillary Clinton en Wisconsin, Michigan y Pensilvania, Estados del norte que acabarían costándole la presidencia a la candidata demócrata. Pero este año, al menos dos Estados del sur con poblaciones afroamericanas superiores a la media nacional, Carolina del Norte (22%) y Georgia (32%), se suman a la lista de Estados disputados, aquellos que los sondeos indican que pueden decantarse a un lado o a otro. Lo que significa que la participación de los afroamericanos puede ser decisiva.

Esto se debe en parte a un curioso fenómeno demográfico que Estados Unidos ha experimentado en las últimas décadas: miles de afroamericanos de ciudades del Norte como Nueva York, Chicago o Detroit han regresado al sur, donde se hunden sus raíces. Una migración inversa a la que se produjo el siglo pasado, que ha cambiado el mapa electoral. “Los afroamericanos que regresan al sur han convertido a estos Estados en más competitivos para los demócratas”, explica el profesor William Frey, autor del libro La explosión de la diversidad. “Los que más población afroamericana han ganado son Estados tradicionalmente republicanos como Texas, Carolina del Norte, Georgia y Florida, y todos ellos pueden ser decisivos en estas elecciones. Ese crecimiento del voto negro ha permitido a los demócratas hacer incursiones en los Estados prósperos del sur. Y en estas elecciones, como sucedió cuando se presentó Obama, pueden marcar la diferencia”.

A dos semanas de las elecciones, cerca de 30 millones de estadounidenses ya han votado. La pandemia ha disparado el sufragio anticipado, y el impacto del voto afroamericano ya se está notando. En Carolina del Norte, donde se empezó a votar el pasado jueves, supuso el 30% de los emitidos el primer día, según los sondeos. Considerablemente por encima del 23% que representó en conjunto en 2016. Aquellas fueron las primeras presidenciales en las que votó Sheldon, un afroamericano de 24 años que hace cola en un recinto electoral de Charlotte, la capital del Estado. “Viví esas elecciones como algo importante, pero en esta ocasión tengo claro que no se trata solo de quien ocupe la Casa Blanca”, asegura. “Estamos decidiendo lo que este país será en el futuro”.

En 2011, por primera vez en la historia, nacieron más estadounidenses de minorías raciales que blancos. Según pronostica el profesor Frey en su libro, en tres décadas los blancos constituirán una minoría de los estadounidenses. “Este hito señala el inicio de una transformación de la cultura blanca del baby boom que dominó el país durante la segunda mitad del siglo XX hacia el país más globalizado y multirracial en que se está convirtiendo Estados Unidos”, explica.

“Los republicanos no han hecho mucho en los últimos años para adaptarse a ese cambio demográfico”, añade Frey. “Se lo plantearon después de la primera victoria de Obama. Encargaron un informe que concluía que para ganar elecciones del futuro tenían que llegar a votantes no blancos. Pero entonces llegó Trump, ignoró todo eso y consiguió ganar el colegio electoral, por muy pocos votos en un par de Estados, gracias a una participación amplia de los blancos. Pero esa es una estrategia muy cortoplacista para los republicanos. La demografía no apoya ese tipo de estrategia en el futuro”.