El presidente Andrés Manuel López Obrador ve a la DEA según la óptica ideológica del momento. Si se trata de la captura del exsecretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, es consecuencia de la corrupción en el gobierno de Felipe Calderón, pero si se trata de la detención del exsecretario de la Defensa, general Salvador Cienfuegos, es una violación a la soberanía nacional. El doble discurso es notable, pero en medio de las contradicciones permeadas por su agenda política, López Obrador tiene razón en la forma como descaradamente Estados Unidos se entromete regularmente en los asuntos internos de México, y se debe frenar.

Pero antes se requieren certidumbres. No sabemos si el Presidente habla en serio, o sólo grita para sus audiencias domésticas; si está determinado a tomar medidas concretas al respecto, o volverá a agacharse cuando el presidente Donald Trump lo vuelva a ver feo. ¿Está dispuesto finalmente a defender a México, y dejar de entregarse a los deseos estratégicos del jefe de la Casa Blanca? Si el tono de su indignación es real, tendrá el apoyo de muchos; si es una molestia pasajera, pese al machetazo que le propinaron en las piernas que sostienen buena parte de su gobierno, seguirá acumulando el desprecio de quienes pensamos que hincarse ante Estados Unidos es inaceptable.

López Obrador es el Presidente más entreguista que ha tenido México en la memoria, bajo el argumento que no quiere pelearse con Trump para que no tome decisiones que afecten su proyecto de reforma. Desconoce que hay otras formas de evitar un conflicto sin tener que ser genuflexo, y aunque es tarde para esconder el polvo de las rodillas, es un buen momento, pertinente, para corregir.

Lo primero, por ejemplo, instruir al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, a pedir explicaciones al embajador Christopher Landau, el diplomático más intervencionista que ha representado a Estados Unidos desde John Gavin, en el gobierno de Ronald Reagan, del porqué México fue mantenido en completa oscuridad sobre la investigación y posterior captura del general Cienfuegos. Lo que hizo el Departamento de Justicia fue una cachetada a López Obrador, que presume de tener una buena relación con Washington. Cuando detuvieron a García Luna avisaron con una antelación de 10 minutos antes de que lo aprehendieran, pero les habían comunicado con anterioridad que lo estaban investigando y pedían la colaboración del gobierno mexicano.

También podría el Presidente, ya que anda pidiendo por todos lados que ofrezcan disculpas a México por lo que hicieron otras naciones intervencionistas en el pasado, que incluya a Estados Unidos, que se quedó con más de 50 por ciento de territorio mexicano en el siglo XIX, que ha invadido México en dos ocasiones, y que ha realizado al menos, en el recuento del historiador Gastón García Cantú, 156 intervenciones. Simbólicamente, López Obrador parecería justo al reclamar a quien más ha golpeado a México como nación, y que hoy en día ignora para evitar que le den de manotazos en la Casa Blanca.

En términos de la realpolitik, López Obrador puede hacer otras cosas importantes, sin tener que andarlas ventilando en la mañanera, donde se socializan acciones que se quedan en demagogia y propaganda, sin corregir el fondo de las cosas. Una de ellas es quitarle lo hablador a Landau, y que cada vez que se meta en los asuntos internos, sea llamado a la Cancillería para reconvenirlo. Si insiste, elevar el reclamo al Departamento de Estado.

Con respecto a la DEA, López Obrador debe preguntar sobre el expediente que tiene el gobierno mexicano, donde verá que después del secuestro del doctor Humberto Álvarez Machaín, relacionado con el asesinato de su agente Enrique Camarena Salazar, el gobierno de Miguel de la Madrid exigió que los agentes de la DEA fueran registrados como tales en la lista diplomática oficial. Relaciones Exteriores y la Fiscalía saben a detalle cuántos, quiénes y dónde se encuentran los agentes de la DEA en México, y una señal de molestia real sería, con discreción, expulsar de este país al jefe de la agencia antinarcóticos, por haber violado los convenios de colaboración bilateral y embarcarse en una clara acción de espionaje.

López Obrador debe cuidar su lenguaje público, si está hablando en serio, porque con esas bravuconadas mañaneras, lejos de resolver las cosas, lo toman como alguien ridículo. México y Estados Unidos tienen hace muchos años, como todas las naciones en sus bloques de intereses comunes, una estrecha relación en temas de inteligencia y seguridad, donde comparten información. Eso no puede frenarse porque va en contra de los intereses mexicanos y en particular de su gobierno. Sin información de Estados Unidos, una buena parte de su combate a la corrupción se truncaría. Por lo mismo, el fondo no es romper con Estados Unidos, sino evitar los abusos, que se acrecentaron desde el gobierno de Vicente Fox, y que rompen los parámetros de la cooperación bilateral.

El Presidente tiene la autoridad política y moral para ejercer esa presión y poner límites a sus actividades en México. Sin embargo, hay asegunes. La razón por la cual lo mantuvieron en ascuas sobre lo que iba a suceder con el general Cienfuegos y que Estados Unidos intervenga conversaciones telefónicas desde su territorio –para darle la vuelta legalmente al espionaje–, es porque no creen que el gobierno mexicano, y en particular López Obrador, esté combatiendo al crimen organizado. Como está en los documentos del Caso Cienfuegos, creen que lo que se brinda es protección.

La percepción no se cambia con gritos en las mañaneras, sino con acciones concretas. Si existe respeto y que esas acciones extralegales de los servicios policiales y de inteligencia cesen, debe probar que se encuentra en la misma línea de combate a la delincuencia organizada trasnacional que el mundo, y no del otro lado de la trinchera, como aparentemente lo ha estado hasta ahora.