El escepticismo y la duda son la esencia del espíritu científico. Un verdadero investigador pone en duda todo aquello para lo cual no encuentra una explicación racional y comprobable.

Cuando Charles Goodyear se propuso encontrar un uso industrial al hule –que
antes de 1840 no tenía futuro pues el frío lo hacía quebradizo y el calor lo ablandabano escatimó tiempo, dinero o imaginación. Lo mezcló con cuanta sustancia tuvo a su alcance, entre ellas el azufre -pero además de un fuerte olor a demonio, fue de fracaso en fracaso.

Transcurrió un lustro y el buen Charles estaba endeudado hasta las cejas. Mas un día… esa mañana quizá amaneció con un toque de dispepsia o tuvo un
desencuentro con la señora Goodyear, doña Clarissa, o estaba agobiado por el acoso de los acreedores, lo que haya sido. El caso es que se descuidó y olvidó un trozo del material en un horno y ¡zas!, se hizo la vulcanización.

No crea el lector que Goodyear salió loco de contento a la oficina de patentes más cercana a registrar su producto. No. Se encerró en su laboratorio y repitió el experimento hasta que estuvo seguro de que había un principio científico comprobable antes de cantar victoria. Fue tan meticuloso y se tardó tanto que otros le ganaron el registro y se hicieron millonarios, pero ese es otro cuento.

A lo largo de la historia de la humanidad el conocimiento se ha construido
azuzado por la duda. El progreso de la humanidad se debe a quienes no se permiten el asombro automático ante nada, no creen en las consejas y con gran disciplina y decisión todo lo comprueban.

El gran historiador Flavio Josefo nos legó un ejemplo memorable. Corría el año 67 de nuestra era, y estando el emperador Vespaciano en campaña por el lejano oriente al frente de la Legión Décima, llegó a las orillas del Mar Muerto. Como es del conocimiento común, el Imperator Caesar Augustus, que tal era el título del romano, era, además de político y militar, un reputado hombre de ciencia. Tenía noticia de que las aguas de ese mar eran tan densas que impedían el hundimiento del cuerpo humano, pero no sabía de evidencias empíricas que dieran certeza al enunciado. Y ya que los bárbaros no asomaban las narices y la legión se encontraba en un receso, decidió verificar por sí mismo tal aserto mediante un experimento científico.

Así, llevo a cabo algunos cálculos, seleccionó a varios centuriones que no
sabían nadar y, con el mismo rigor metodológico que aplicaría Goodyear 1800 años después, mando que los arrojasen uno a uno al agua mientras tomaba cuidadosas notas de los resultados. Para mayor rigor científico, ordenó atar de pies y manos a los infelices conejillos de indias.

Al tener la evidencia empírica de que subían de regreso a la superficie -Flavio Josefo no nos dice si vivos o muertos-, proclamó como un exito la comprobación sobre la densidad del agua… que los hombres se ahogan no estaba a comprobación, pues ya entonces era algo harto sabido.

Así, hace dos mil años, aquel romano estableció un principio que al día de hoy rige a la ciencia: el conocimiento no admite milagros. Dios y la ciencia son cosas distintas.

Por eso es fascinante la polémica desatada en nuestros días por una corriente científica que sostiene que en la evolución de nuestra especie hay un diseño inteligente, es decir la intervención de una entidad más allá de la aprehensión del conocimiento humano.

Es la reedición del debate entre darwinistas y escépticos. Hace un tiempo en un panel de premios Nobel en Nueva York se debatió si un buen científico puede creer en Dios… y por los aires voló la tapa de la caja de Pandora de los tiempos modernos.

“¡No!”, fue la respuesta contundente de H. Haupman, Nobel de química.
Por una parte, la ciencia ortodoxa sostiene que la naturaleza nos da sus propias explicaciones, que toda propuesta científica es provisional y puede ser sobreseída por nuevos conocimientos derivados de la experimentación y de la observación [Newton sobre Galileo y Einstein sobre Newton, por ejemplo], y que la creencia religiosa es poco menos que pensamiento mágico.

Pero los seguidores del diseño inteligente se preguntan si algunas maravillas biológicas como la precisión óptica del ojo, los motores que impulsan a las bacterias, la cascada de proteínas que permite la coagulación de la sangre o la fotosíntesis que transforma en energía consumible la luz del sol, pueden ser la evidencia de la intervención de una inteligencia superior o divina.

En última reducción, los seres humanos estamos formados por átomos. Los
átomos no tienen vida, pero se reúnen por razones que nadie ha explicado
satisfactoriamente y construyen las células y los tejidos de seres que tienen conciencia de sí mismos.

¿Alguna fuerza divina mueve a tales átomos? No es algo que piense yo discutir. Sólo apunto que en todo caso los átomos son los elementos más democráticos del universo. Lo mismo se agrupan para dar vida a la madre Teresa que a George Bush, a Donald Trump y a AMLO. Y cuando la conciencia de ese conjunto de tejidos llega a su fin, los átomos se desensamblan y se dispersan por el universo y algún día se vuelven a juntar en un sapo o en una piedra o en la bala que asesinó a Gandhi

Isaac Newton, reputado como el más alto hombre de ciencia en la historia, era de una profunda religiosidad y estaba convencido de que sólo por la gracia de Dios había podido descifrar algunos secretos del universo. Por ello, a su muerte, el gran Alexander Pope le escribió el siguiente epitafio: “La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche / Dijo Dios ‘que sea Newton’ y todo se hizo luz.”

Es tentador preguntarse si nuestro mundo realmente sólo es producto del azar y la evolución o si debemos empezar a creer en los milagros.