Madge Syers, nacida Florence Madeleine Cave, murió en 1917 de una inflamación cardíaca aguda: tenía 35 años. Hoy en día su figura sigue siendo la de una auténtica desconocida para el gran público pero Syers, que adoptó el apellido de su marido y entrenador, Edgar Syers, fue una de las grandes pioneras del deporte femenino. Patinadora artística, su empeño por competir en los Campeonatos Mundiales de 1902 puso en jaque a la ISU (Unión Internacional de Patinaje), una competición en la que solo participaban hombres pese a no existir norma alguna que impidiera el concurso de las mujeres.
A pesar de los intentos de jueces y rivales por excluirla, Syers terminaría participando en dichos mundiales. Lo hizo vestida de largo, ataviada con un vestido que apenas dejaba ver algo más que los patines, y terminó clasificada en segunda posición. Aquello supuso una auténtica revolución dentro de la escena del patinaje y en 1906, la ISU organizaba el primer Campeonato de Patinaje Artístico Femenino, del que Madge Syers fue la absoluta dominadora. Vendrían más avances, como la inclusión del patinaje en el calendario olímpico o la popularización de los vestidos cortos para que los jueces pudiesen apreciar el juego de piernas de las patinadoras, del mismo modo que sucedía con los patinadores. Todo se lo debe el patinaje a Madge Syers, que murió demasiado joven como para disfrutar del verdadero alcance de su revolución.

Pese a todo lo logrado desde entonces, el deporte femenino sigue transitando en un nivel inferior al masculino, especialmente en términos de atención mediática y retorno económico. En su libro Mujeres en el deporte (Capitán Swing), la escritora e ilustradora Rachel Ignotofsky pone cifras concretas a estos desequilibrios. En 2014, el tiempo de cobertura deportiva en las grandes cadenas de televisión americanas se distribuía de la siguiente manera: 94,4% para deportes masculinos, un 3,2% para el femenino y un 2,4% para disciplinas mixtas. Ese mismo año, la PGA destinaba más de 320 millones de dólares en premios para los golfistas mientras la LPGA tenía que conformarse con 61,6 millones. Otro dato: la selección americana de fútbol se repartió 9 millones por quedar undécima en el Mundial de Brasil mientras que las mujeres, campeonas al año siguiente en Canadá, tuvieron que racionar los 2 millones de la prima. ¿Se pueden explicar estas cifras en función del interés generado por unos y otros, como afirman Rafa Nadal y los defensores del status quo actual? La respuesta es que no.

Ninguna comparación de este estilo se sostiene mientras el deporte masculino y el femenino no compartan una posición de igualdad, al menos en cuanto a exposición mediática. Decir que un partido de tenis entre hombres despierta mayor interés que uno disputado por mujeres es una simpleza en la que no debería caer una figura del prestigio de Nadal. Quizás por una mera cuestión de edad, el mallorquín no recuerde cómo se volcaba este país con Arancha Sánchez Vicario, algo que jamás lograron sus hermanos, Javier y Emilio. Es una demostración sencilla y cercana de cómo la percepción del espectador –lo que Nadal llama el interés generado- no tiene tanto que ver con el género del deportista como con cuestiones de posicionamiento mediático del talento. Esto, que cualquiera entiende cuando hablamos del auge de la comida basura o las ventas de alguna empresa tecnológica, se nos sigue atragantando cuando la cuestión versa sobre la igualdad. Todo es publicidad, hermanos… Y Rafa ha perdido una ocasión magnífica para apuntarse a la buena porque, hasta la mala, es publicidad también: no hay más que ver quiénes salieron como locos a aplaudir sus palabras.