Homero nos cuenta que Odiseo era el apuesto, inteligente y valiente rey de Ítaca y lo tenía todo: vasallos que lo adoraban.Un gran palacio. Prestigio entre los pueblos helénicos (lo de “griegos” lo inventamos nosotros). Abundantes riquezas y una esposa de película, ni más ni menos que la correteable Penélope. Y como si esto fuera poco, también era el favorito de Atenea y la diosa se le aparecía de tarde en tarde para conversar. Un buen día Penélope le dio un hijo, Telémaco, y su felicidad fue completa.

Pero los dioses tenían otros planes. Odiseo tuvo que partir a la guerra contra Troya. Durante diez años los ejércitos se masacraron entre sí y las aguas del Egeo se tiñeron de rojo. Muchos héroes perdieron la vida en aquella lucha. Aquiles mató al gran Héctor y a su vez fue asesinado. Los hombres desesperaban. odisnces Odiseo tuvo una idea genial: simular un retiro y dejar frente a las murallas de Troya un gran caballo de madera a manera de tributo al vencedor. En el interior se escondieron varios
guerreros que abrirían las puertas de la ciudad por la noche.

Así lo hicieron. Los troyanos, jubilosos por su victoria, arrastraron el trofeo a la ciudad y organizaron un reventón celebratorio. Sólo uno entre ellos, el adivino Lacoonte, se dio cuenta del ardid y puso el grito en el cielo. Pero el dios Poseidón mandó a dos feroces serpientes marinas que en un santiamén dieron cuenta del nigromante y ya nadie más protestó.

Lo que sigue todos lo saben. Por la noche Odiseo y sus hombres descendieron
de la panza del caballo, gentilmente pasaron por las armas a los soldados que dormían la mona, abrieron las puertas al ejército que había regresado al amparo de la oscuridad e incendiaron Troya. Dejo fuera por falta de espacio lo de Helena y el rapto y las aventuras de Ulises.

Pero Odiseo cometió un error: creyó que el mérito era sólo suyo, que sin ayuda había conquistado Troya y que en verdad era más grande que los dioses. Esto enfureció a Poseidón (después de todo había silenciado a Lacoonte para que el plan del caballo no fracasara), y decidió demostrar al apóstata que sin los dioses el hombre no es nada.

Así que el rey de Ítaca y sus hombres se pasaron otros diez años en el
viaje de regreso (no les ayudó nada que hubieran cegado al cíclope caníbal Polifemo, hijo de Poseidón) y les fue como en feria: una diosa los convirtió en animales, otra se enamoró de Odiseo y le ofreció vida eterna a cambio de ser su marido eterno, los atacaron monstruos más terribles que los de la Guerra de las Galaxias e incluso se dieron una vuela por el inframundo, en donde entre otras sorpresas Odiseo se encontró con el alma de su mamá, que se había suicidado allá en Ítaca.

Todos mueren menos Odiseo. Este al fin regresa a casa y se encuentra con que unos cien pretendientes a la mano (y a todo lo demás) de Penélope, y al trono y riquezas de Ítaca, se han instalado en su palacio y tienen meses comiendo, bebiendo y divirtiéndose a costilla del tesoro real. Atenea se presenta nuevamente. Odiseo no sin razón le reclama que lo hubiera sometido a tal, ejem, odisea. La diosa responde con la memorable sentencia: “Los dioses sólo dan lo que los hombres desean”, y el monarca se queda sin palabras. Se reencuentra con Telémaco, el hijo que dejó recién nacido, y
con ayuda de Atenea y de algunos sirvientes leales, pone una trampa a los rufianes que invadieron su casa y, por supuesto, los mata a todos. El rey así recupera a su mujer, a su hijo y a su reino y es de suponer que vive feliz el resto de sus días.

Más de uno de mis lectores pensará que con esta súper síntesis de una de las más bellas épicas de la antigüedad he llegado al límite de mi cacumen y agotado la poca sustancia de columnista empeñado en no abordar temas de la “política”. En parte tendrán razón. Pero además de que me propuse despertar meditaciones de semana santa, sostengo que en esta épica, como en casi toda obra literaria, encontramos lecciones de gran sabiduría. No estamos, necesariamente, ante un “cuento fantástico”.

En primer lugar debemos preguntarnos qué decían estas narraciones a su
auditorio original. Hoy la imagen de Poseidón con su trinche nos puede evocar una película de Disney, pero en aquel tiempo la divinidad era cosa seria y los hombres se relacionaban con ella mediante rituales y en un contexto específico, tal cual en el cristianismo se da la relación con Dios. Cuando Poseidón dice a Odiseo que “Sin los dioses los hombres no son nada”, quizá podemos leer una advertencia contra las conductas egoístas, autosuficientes y mezquinas. Una interpretación moderna puede ser en el sentido de que la solidaridad, el amor por los conocimientos, el respeto a los demás, el sentido de la historia, la gratitud y otras virtudes, hacen mejores hombres, y lo contrario los lleva a la perdición. Hoy como entonces, sólo los políticos (con pocas y honrosas excepciones) creen que nomás su puritito “mérito” los ha colocado en la cumbre, en una categoría social y ciudadana por encima del resto de los mortales y
que poseen una luz interior y una chispa vital que ha sido negada a los demás.

Como dijera el llorado Jesús Robles Toyos, “la política apendeja a los hombres inteligentes” y enloquece a quienes desdendenantes no tenían demasiadas luces.

Otro tema para la reflexión son las palabras de Atenea: los dioses sólo dan a los hombres lo que éstos desean. La cita no es textual pero sí el espíritu. ¿Qué les decía a los antiguos helénicos y qué nos puede decir hoy a nosotros? Una consideración, acoplada al anterior ejemplo, es que no hay nada que no esté a nuestro alcance, ni hazaña imposible ni meta prohibida ni camino intransitable si, primeramente, tenemos la capacidad de ver claramente qué es lo que queremos y después la energía, disciplina e inteligencia para lograrlo. “A dios rogando y con el mazo dando”, dice mi
venerada abuela. Y no hay viento favorable para quién no sabe a dónde va, añado yo.

Homero nos hace ver que todo comienza y termina en el hombre.