Según la OMS, la depresión posparto afecta a una de cada seis mujeres. GETTY IMAGES

La depresión posparto debe ser un infierno: después de parir, una mujer se hunde en la tristeza, no siente afecto por su hijo, tiene pensamientos de autoagresión o suicidio. Según la OMS, afecta a una de cada seis y puede durar meses o años. En Estados Unidos acaba de aprobarse el primer medicamento para tratarla, el brexanolone (por ahora, carísimo). Me pareció una noticia estupenda. Sin embargo, casi no se difundió. Hace 21 años, el lanzamiento del Viagra acabó con la disfunción eréctil que afecta a uno de cada cinco varones y se presentó como la revolución que es. ¿Esta es toda la perspectiva de género que supimos conseguir: los hombres adquieren —a un precio razonable— la posibilidad de estar siempre erectos y lo festejamos en las tapas de los diarios; las mujeres adquieren —a un precio altísimo— el derecho a recuperar su salud psíquica, quebrada por una labor reproductiva, y ni nos damos cuenta? El asunto me recordó que hay muchos trastornos femeninos, como los producidos por cólicos menstruales intensos o la menopausia, que no tienen ninguna solución eficaz. Solo un 30% de quienes se dedican a la investigación científica son mujeres. ¿Es muy descabellado pensar qué consecuencias muy concretas se desprenden de una agenda generada, en su mayoría, por investigadores hombres? ¿Y que los aplausos que recibió el advenimiento del Viagra no serían igualados por los que produciría una medicación que, por ejemplo, solucionara el trastorno del deseo sexual femenino hipoactivo (mujeres sin ganas de tener sexo), que afecta a un tercio de las adultas? No tengo respuesta. Solo sé que, tal como están las cosas, el hallazgo de un fármaco que termina con el dolor psíquico de cientos de miles de mujeres produce el mismo impacto social que produciría el descubrimiento de una nueva clase de papa.