Michelle y Barack Obama con sus hijas Malia (de blanco) y Shasha en los jardines de la Casa Blanca. GETTY IMAGES

El día que Michelle Obama vio por primera vez la caravana presidencial que acompañaría cualquier salida de su marido, se dio de bruces con una realidad que acompañaría a su familia durante los ocho años que ocuparon la Casa Blanca: nada era normal en la vida de un presidente, nada era normal para la familia del presidente.

Ahora, la ex primera dama va desgranando anécdotas de aquellos años que también forman parte de su exitoso libro de memorias, Mi historia, y en concreto algunas que afectan a cómo sortearon la anormalidad de aquellos años en la crianza de sus dos hijas, Malia, de 20 años, y Shasha, de 17. Con sus declaraciones Michelle Obama constata una realidad que viven casi todos los padres del mundo: seas o no presidente eres un auténtico rollo que complicas la vida a tus hijos.

En una entrevista con Conan O’Brien, autor del podcast Conan O’Brien needs a friend, Obama afirmó: “Tuvimos que ser padres creando un refugio de normalidad en un mundo bastante loco y anormal”. La ex primera dama estadounidense también explicó que pasaron ocho años repitiendo: “¡Todo está bien! Esto es normal, estaréis bien, vosotras solo id a la escuela… Estáis a salvo, ¡no os quejéis! Tenéis personas que os protegen, tenéis comida, ¡no os quejéis!”.

Según Michelle Obama criar niños en la Casa Blanca exige un gran esfuerzo como padres. “Significó mucho esfuerzo mantenerlo en su realidad. Nos asegurábamos de asistir a las reuniones de padres y maestros, de ir a sus juegos y de que estuviéramos al margen, de tener niños durmiendo en nuestra casa. Y eso lleva trabajo”, ha explicado. “Imagínese asistir a una conferencia de padres y profesores con una caravana de 20 coches y oficiales de policía gritando a los maestros ‘¡quítense del camino!”.

A pesar de esto, los Obama se empeñaron en hacer lo más normal posible la vida de sus hijas, que pasaron de ser niñas de familia media en Chicago a vivir en Washington en el centro de poder de Estados Unidos, el lugar del que salen decisiones que afectan a gran parte del mundo. Malia tenía 10 años y Sasha siete cuando Barack Obama fue nombrado presidente, y la gran preocupación del matrimonio fue que no sintieran que vivían en una pecera. A pesar del privilegio que eso representa y de la idea que puedan tener otros sobre ello, la ex primera dama contó que por mucho que les explicaba a sus hijas que aunque su casa era la Casa Blanca era un hogar como cualquier otro, y su preocupación era como la de cualquier otro niño que no terminaba de entender lo que eso significaba: “Me decían ‘¿Por qué la gente va a querer venir aquí, mamá?”. Y su respuesta era la obvia: “Es la Casa Blanca. Os garantizo que quieren venir aquí y ver una película. Pero su punto de vista era que no querían estar ahí. Que ahí estaban todo el tiempo. Que querían ir a casa de amigos, lo que siempre me resultó una señal saludable de que tenían curiosidad por los demás y no estaban obsesionados por el lugar en el que nosotros estábamos”.

Al final de la entrevista, Obama desvela que ahora está muy tranquila con el resultado del esfuerzo que realizaron con sus dos hijas: “Estoy asombrada con mis hijas por la forma con la que han manejado todo esto, con aplomo y gracia. Han desarrollado un tipo de resistencia. Han hecho cosas que ningún niño haría, se han reunido con el Papa o la reina de Inglaterra, les hemos dado mucho más de lo que cualquiera de nosotros ha tenido, pero también han tenido que sacrificar gran parte de su infancia. Viviendo de esta manera y siendo objeto de algo de maldad y aprendiéndolo a edad muy temprana, ¿Cómo te recuperas de eso…?”.

Sasha es ahora una estudiante de secundaria y Malia es universitaria en Harvard y sabe lo que es estar vigilada por los paparazi. Michelle Obama también reflexionó sobre esta nueva etapa que viven sus hijas, especialmente la mayor: “Imagínese tratando de tener tu primer beso o fumar un cigarrillo y que todo acabe en las páginas de los periódicos”, dijo. Pero también aclaró que ni una ni otra se muestran resentidas o cínicas por vivir bajo la lupa pública. “Me quito el sombrero ante ellas”, fue la conclusión final de una madre orgullosa de su familia.