Hace casi 25 años, Larry Summers, un connotado profesor y alto funcionario en el gobierno de Bill Clinton en Estados Unidos, decía que el principal problema que tenía México para un desarrollo pleno, era su debilidad del Estado de derecho. Sin respeto por la ley, argumentaba quien fue secretario del Tesoro, las inversiones no iban a llegar a este país pese al potencial que tenía. Las inversiones son el motor del crecimiento de una nación y todos los regímenes, neoliberales o nacionalistas, keynesianos o abocados al libre mercado, capitalistas, socialistas o comunistas, las cuidan. Si el entorno sociopolítico es desfavorable, el dinero nunca llega.

López Obrador recibió un país con grandes deficiencias en cuanto al respeto de las leyes. Pero las políticas de gobierno que ha planteado frenaron las inversiones ante la incertidumbre de cómo impactará la economía, y la descomposición social, sindical y la creciente protesta de grupos de interés, van a generar en el corto plazo frenos adicionales que limiten las posibilidades del desarrollo prometido. López Obrador se encuentra atrapado en la contradicción de ser jefe de Estado y comportarse aún como si estuviera en campaña por la presidencia.

Desde hace unos 20 años, como reacción a la crítica internacional que sintetizaba Summers, México ha construido una arquitectura institucional llena de normativas y leyes, pero con un talón de Aquiles del tamaño del Sol: su incumplimiento. El gran diseño legal carece de contenido, y como es nuestra cultura, todo ha sido sibilino. No estamos bien y la tendencia medible, cuando menos hasta el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, era que íbamos para atrás. La última prueba de ello está en el informe anual del World Justice Proyect, una organización independiente en Washington que trabaja para fortalecer el Estado de derecho en el mundo, que hoy se da a conocer.

Por segundo año consecutivo, México está en la parte baja de respeto a la ley. El índice de 126 países que se divulga hoy lo coloca en el lugar 99, que es una caída de dos posiciones con respecto a la tabla del año pasado, que se amplió con la inclusión de 13 nuevos países en el ranking. Es decir, si se hubiera mantenido el mismo número de naciones estudiadas, México estaría peor de lo que se muestra hoy. No estamos solos en este deterioro, que está asociado con el repunte del autoritarismo en el mundo. Según el índice del WJP, de los ocho factores que se miden, el de ‘Límites al Poder Gubernamental’ fue el de mayor caída, donde más del 50 por ciento de las naciones experimentó retrocesos.

De acuerdo con la tabla de puntajes, las áreas de mayor preocupación en México son corrupción, seguridad y justicia penal, donde se encuentra casi en el sótano del ranking. En los dos primeros factores se ubica en el lugar 117 de 126 países, y en el tercero, ocupa el 115. Sólo en el factor de gobierno abierto México está evaluado moderadamente bien en las tres categorías, global, regional y por nivel de ingreso. A nivel regional, ocupa el lugar 29 de 30 en corrupción, y el último sitio cuando se mide por nivel de ingreso. Es decir, para la escala de su economía, es el país más corrupto de todos. En el factor de orden y seguridad, México es el penúltimo lugar en el ranking regional y el último por nivel de ingreso, que es algo vergonzoso.

Los datos corresponden al gobierno de Peña Nieto, y sólo hasta la siguiente medición anual, se revisará al de López Obrador. Hasta este momento, las evaluaciones sobre México lo han colocado de manera regular en el fondo de los rankings en los temas de corrupción, efectividad del sistema judicial, derechos humanos y debido proceso. Las calificaciones del nuevo gobierno en estos campos son variopinto. López Obrador ha sido muy enfático en trabajar por los derechos humanos y los responsables de ello han estado muy comprometidos con ese tema desde hace varios años, por lo que se podría esperar una mejora en los próximos índices.

En los otros temas, López Obrador y su gobierno dejan mucho que desear. El debido proceso ha sido escandalosamente violado en los últimos días, cuando al hablar de conflictos de interés han establecido casi en forma mecánica actos de corrupción sin establecer líneas causales, y aun si encontraran violaciones a la ley en las investigaciones en curso, señalaron por nombre y apellido a presuntos responsables de los presuntos ilícitos, con lo cual violaron el eventual derecho a un juicio justo.

La corrupción es el tema de batalla de López Obrador, pero no ha avanzado más allá de la retórica. Inclusive ha declarado que él no actuará en contra de funcionarios de Peña Nieto porque no quiere invertir tiempo, que considera como una pérdida, en aspectos que no tienen que ver con su proyecto de nación. La declaración es política, pero legalmente es una aberración.

López Obrador tendría que ser más cuidadoso cuando se encuentre en el campo de lo jurídico, y cuidar la percepción de que es permisivo con violadores de la ley, alegando que no va a criminalizar la protesta social. Esa retórica puede darle réditos en México, pero no pasa las pruebas de ácido en el mundo. Hablar de corrupción sin combatirla a fondo, tampoco. Sustentar todo en lo moral y los principios es éticamente fundamental, pero insuficiente para fortalecer el Estado de derecho. Aunque es presidente con amplio mandato y respaldo popular, no tiene carta blanca para burlar las leyes. Esto no debe olvidarlo: es la línea con la que lo clasificarán como un autócrata o un demócrata.