Cualquier anónimo, escondido el valor detrás de las redes sociales, cree que es merecedor de llegar hasta el insulto soez para descalificar cuanto le es desagradable sea por mordaz, envidioso o movido por un rencor mayor que su propio entendimiento. El fenómeno no es exclusivo en México y tiende a crear conflictos sociales tan graves como las caravanas de migrantes, amenazadoras para la estabilidad de México, y dolorosamente invasores de parte del territorio de Baja California y Coahuila por ahora.

Los periodistas siempre hemos dependido del escrutinio diario; los mentirosos son rápidamente descubiertos y los voceros de la oficialidad, poco a poco, pierden credibilidad y no vuelven a recuperar jamás su estatus de libertad como en el caso de algunos colegas que, de pronto, cambian de bando descaradamente y hasta se convierten en aspirantes para algún cargo de elección personal exaltando con ello sus vanidades. Por desgracia, las descalificaciones cuando se generalizan nos alcanzan a todos y si unimos tal al libertinaje cibernético llegamos a un desenlace caótico.

Algunos, de plano, optan por evitar difundir notas que serán motivo de escarnio por el solo hecho de afectar los intereses de determinados grupos o partidos como si tal fuese relevante para el conocimiento cabal de los hechos; algunos más, quizá la mayor parte, prefiere alinearse con quienes ejercen el poder para evitarse molestias y vivir bajo el estigma de la ignominia; finalmente, al final de la cola, nos situamos los independientes a quienes nos exigen identificarnos con el presidente en funciones o con sus antagonistas a riesgo de recibir, de no hacerlo, una catarata de exabruptos coloridos y ofensivos.

Cuando se ha navegado sobre las aguas turbulentas de la corrupción, sin mancharnos durante más de cinco décadas, enfurece ser descalificado a priori por ignorantes que nos arrojan el estiércol de los pasados regímenes insinuando que nunca los cuestionamos… cuando fue todo lo contrario y, en mi caso, tal me colocó en situaciones extremas y hasta ruinosas. Y si llegamos hasta aquí fue guiados por una resistencia que se llama vocación. Pero a algunos, bajo el ardid de la educación cíber que hace parejura entre los ignorantes y los académicos que deben sentirse muy mal ante las nauseabundas ofensas, sólo les interesa saciar su sed procaz en el oasis de los informadores serios quienes, dicen, tienen la obligación de callar, concediendo. No es ni será mi caso.

Para colmo, desde el gobierno se estereotipa a cuantos no coinciden con los criterios oficiales y se pretende contar con un derecho de réplica exacerbado que divide y no iguala a los gobernados en la búsqueda de un gobierno democrático, en serio, que anime al debate y no cuelgue sambenitos odiosos a los disidentes dentro de una comunidad profundamente plural; de callarse éstos estaríamos bajo una dictadura. Cuidado.

Poco a poco, los infames de la cibernética grosera se quedarán solos; y si no habremos fracasado todos en la lucha incesante por la comunicación y la crítica como contrapesos reales a los abusos del poder.

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