La ruta de salida de la crisis de inseguridad debe ser otra. Foto: Cuartoscuro.

Desde hace doce años, de manera creciente, las Fuerzas Armadas se han ido convirtiendo en la columna vertebral de la estrategia federal de combate a la delincuencia. Si bien una y otra vez se ha dicho que se trata de un presencia temporal, desde el gobierno de Calderón se han dado intentos de institucionalización de la militarización de la seguridad: la ley de seguridad interior, considerada un fraude a la Constitución por el ahora presidente de la Suprema Corte de Justicia, había sido, hasta ahora, la tentativa más acabada de legalizar lo que a todas luces es inconstitucional y que trastoca todo el andamiaje de un orden jurídico civil de garantías y derecho. Empero, lo que ahora pretende el gobierno implicaría, de ser aprobado en el período extraordinario de sesiones al que se ha convocado al Congreso, una deformación mayor en la Constitución, ya de por sí llena de costurones y llagas en lo que toca a garantías fundamentales como la presunción de inocencia y el debido proceso. De aprobarse esta reforma, que el gobierno de López Obrador está impulsando con ahínco, aunque se contradiga con buena parte de lo ofrecido en campaña, se estará normalizando el Estado de excepción.

La historia del siglo XX mexicano fue, en buena medida, la de la contención gradual de las Fuerzas Armadas, que tanta guerra dieron durante el siglo XIX. Uno de los mayores logros del régimen de la época clásica del PRI, ese que frecuentemente el presidente de la República parece añorar, fue precisamente la consolidación del poder civil y la relativa marginación del ejército en la gobernación del país. El pacto de 1946, que transformó al radical Partido de la Revolución Mexicana en el pragmático y conservador PRI, tuvo como una de sus principales características la subordinación de las Fuerzas Armadas a la burocracia. A partir de entonces, las Fuerzas Armadas se dedicaron a vender su protección a ciertas actividades y fueron usadas de manera inconstitucional en circunstancias excepcionales, pero dejaron de estar en el centro de la política o de la seguridad, siempre ponderada su lealtad y su disciplina y beneficiadas por un manto de impunidad que se reflejaba en su carácter intocable por el escrutinio mediático o social.

Ese manto protector es, en parte, la razón de la buena imagen de las fuerzas armadas entre la población, por más que estas sean parte del Estado mexicano y como tales compartan todos sus vicios y taras, su corrupción y su manera de operar. Las Fuerzas Armadas han sido parte integral del sistema de ventas de protecciones particulares con base en el cual el régimen del PRI reducía la violencia y ejercía su dominio. No fueron pocas las veces en las que el ejército fue usado para reprimir a los movimientos sociales (el 68 no fue la única ocasión) y no debe ser olvidado su papel en la guerra sucia contra las guerrillas de la década de 1970.

La actuación del ejército en la “guerra contra las drogas” desde la Operación Cóndor en los tiempos de Echeverría y López Portillo hasta el desastroso despliegue que comenzó durante el gobierno de Calderón y se mantiene ahora no ha sido impecable, y no me refiero solo a las violaciones generalizadas a los derechos humanos, ampliamente documentadas, sino a los actos de complicidad con las redes de tráfico de drogas, como ha salido a la luz durante el juicio de Guzmán Loera que se lleva a cabo en Nueva York en estos días.

Las justificaciones dadas por el presidente de la República para apoyar su empecinamiento en la creación de una Guardia Nacional bajo mando de la cúpula militar no se sostienen si se les contrasta con la información disponible. Tampoco su decisión de desmantelar a la Policía Federal y poner a sus efectivos bajo mando castrense dentro de la nueva organización. La iniciativa en trámite parlamentario lo que hace es renunciar a una seguridad con controles civiles y rendición de cuentas, la cual se debería construir ya, para regularizar la presencia militar en todos los ámbitos de injerencia federal en seguridad y en muchos de los que corresponden a las autoridades locales.

La opción centralizadora y militarista de López Obrador va en el sentido contrario de lo que se debería hacer. Si el signo simbólico de este gobierno no pretendiera ser de izquierda, muchos de los defensores del proyecto estarían justamente escandalizados y lo calificarían de golpista. Un proyecto así recuerda la estrategia de la España decimonónica, que creó una Guardia Civil de hecho militar para perseguir al bandolerismo. Mucha ha pasado desde entonces en la construcción de los Estados democráticos como para echar mano de ese recurso añejo.

Mientras, no se ve el mismo entusiasmo presidencial en la construcción de una fiscalía eficaz. No se ha visto ninguna convocatoria como la ilegalmente lanzada para reclutar efectivos para una Guardia Nacional que todavía no existe que llame a un concurso de oposición para la contratación de fiscales capacitados para integrar la nueva Fiscalía General autónoma.

La ruta de salida de la crisis de inseguridad debe ser otra. Si quiere López Obrador que la policía nacional se llame guardia, está bien, pero que se constituya como un cuerpo civil, integrado por especialistas y con fuerzas de despliegue territorial capacitadas como civiles, no como soldados, bajo el mando civil y sin intervención del ejército y la marina. Mientras ese cuerpo se integra y consolida, toda intervención militar en seguridad debe ser excepcional, en los términos del artículo 29 de la Constitución, el cual debería ser reglamentado.

Reformar el artículo 21 de la Constitución en los términos que pretende López Obrador sería un paso más en la institucionalización de un modelo de seguridad que sacrifica libertades y derechos; la misma ruta que comenzó a transitar Felipe Calderón hace doce años. Nada progresista o de izquierda hay detrás de ese planteamiento y, además, sabemos ya que va a resultar completamente ineficaz. Seguiremos pagando costos constitucionales por una guerra que no debió de comenzar.